Liturgia:
La 1ª lectura es uno de los relatos
más desconcertantes con los que nos encontramos en la Sagrada Escritura. Porque
hacer el censo de la población no podía ser un hecho malo. Sin embargo
2Sam.24,2.9-17 encierra algún misterio por el que esa orden dada por David,
merece un castigo del cielo. El profeta Gad, de parte de Dios le presenta a
David 3 posibles castigos muy fuertes para que elija uno, que será el que se
ejecute.
David elige el que no depende de hombres, porque piensa que
Dios es siempre misericordioso, y más vale quedar en sus manos. Y elige el de
la peste en su territorio por tres días. Pero cuando David ve al ángel que va a
asolar Jerusalén, David se ofrece a padecer él todo el mal, pero que no paguen
justos por pecadores. Y Dios se arrepiente y deja sin efecto el castigo en
aquel punto.
Al margen del fondo de la cuestión, para la que no tengo
elementos ni de estudio ni de juicio, pienso lo pedagógico que pudiera ser que
–ante un pecado que se ha cometido- tuviera uno que elegir el castigo que ese
pecado merece, y castigo de envergadura. [Quien dice “castigo”, puede decir
“remedio”]. Y encontrarse el que ha pecado con su propia medida. Por ejemplo:
que el confesor hiciera elegir al penitente recalcitrante entre tres
posibilidades de penitencia fuerte y pedagógica.
Seguramente que las confesiones se harían mucho más
eficaces y que el penitente tendría una conciencia más objetiva de su propio
pecado. Y como recordaba hace unos días, no se abusaría del “arrepentimiento”
(ineficaz) y habría que llegar al aborrecimiento de algo que ha sentado tan mal
(que tiene tan malos efectos) que, por tanto, provoca la repugnancia instintiva
de la persona.
Pasamos al evangelio, con Jesús en su pueblo en compañía de
sus discípulos (Mc.6,1-6), con esa ilusión de poder mostrarles los sitios en
los que Jesús jugó de niño, o las personas con las que convivió tantos años, la
casa donde vivió y donde estaba aun su madre, la sinagoga en la que tanto
tiempo había sido instruido en la fe, el taller en el que había endurecido sus
manos… Todo eran gozosos recuerdos y esa alegría de volver ahora, en tan
distintas circunstancias, en las que podía ayudar a muchos, volcando allí sus
acciones curativas. De hecho, curó
algunos enfermos imponiéndoles las manos. Sin embargo iba a vivir allí una
experiencia amarga cuando el sábado tocó el culto en la sinagoga y le dejaron a
él la cátedra para que explicara el texto que correspondía.
Enseñó allí, como solía hacerlo, con autoridad. Su explicación sobrepasaba las formas a las que
estaban acostumbrados, y aquello llamó la atención. Pero en vez de hacerlo con
actitud de acogida, surgió esa crítica que destruye. No es que las gentes se
admiraran de su paisano que expresaba la palabra de Dios con una fuerza nueva,
sino que surgió la pregunta peyorativa: ¿De
dónde le viene a éste lo que sabe? ¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es
esa que le han enseñado? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, el primo
de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y sus primas no están con nosotros aquí?
Toda una batería de dudas y suspicacias, que deshacían el efecto positivo de su
explicación. Hasta el punto que no recibían la enseñanza sino que desconfiaban
de él.
Los mismos apóstoles, acostumbrados a ver la atracción que
generalmente provocaba la palabra del maestro, debían estar extrañados de
aquella frialdad y oposición que esta vez, en su propio pueblo, estaba
recibiendo.
Jesús acusó el golpe: No
desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.
Jesús estaba extrañado de aquella reacción de la gente. Y la verdad es que
aquello le cerró la puerta para realizar sus milagros. Se extrañó de su falta de fe y salió de allí hacia otros pueblos,
en los que siguió enseñando y donde fue acogido.
La experiencia de Jesús en Nazaret es algo que se repite
constantemente: que lo que los extraños admiran y acogen y alaban y se
aprovechan, “los de dentro” (los cercanos) no lo ven y no lo aprecian. Personas
que tienen buen predicamento en sus círculos de actuación, pero que no son aceptadas
ni reconocidas por sus familiares o por los que conviven más cercanos el día y
la noche. Seguramente es que la convivencia diaria hace resaltar briznas sin
importancia que pasan desapercibidas por los de fuera, pero que se maximizan en
el roce diario de la vida. Sería una oportunidad para hacer nuestra reflexión
personal sobre el verdadero valor de personas con las que rozamos a diario.
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