LITURGIA
En 1Jn.3,7-10 hay un
argumento muy simple y repetido de varias formas: el que peca (y es evidente
que se refiere a pecados que apartan de la amistad con Dios) no es de Dios. El
hijo de Dios no peca. Y por “pecado” entiende no sólo el que pudiera ser sólo
contra Dios, sino el que se hace contra el prójimo.
Jesucristo ya advirtió
que el justo peca siete veces al día”, pero son los fallos que se tienen en la
vida diaria, que son inherentes a la naturaleza humana, pero que no son “pecados
de muerte”. Con ellos ya cuenta San Juan y a eso no se refiere al decir que “el
hijo de Dios no peca”. San Juan está refiriéndose al “pecado de muerte”, al que
llamamos “pecado mortal”, que es el que rompe la relación de la persona con
Dios, bien sea directamente un pecado que transgrede una norma de Dios, bien
sea el que se comete expresamente contra los prójimos.
Y sería importante
hacer aquí una explicación de circunstancias que hacen más grave al pecado, que
no tiene la misma trascendencia si se ha caído en él una vez o esporádicamente,
y el que se tiene como actitud. Para entendernos, bajo al ejemplo: una falta a
Misa una vez un día de precepto, no tiene la misma gravedad que una práctica
habitual de la crítica, pues un fallo suelto no constituye una postura de la
persona, mientras que un fallo repetido acaba haciendo a la persona “así”.
Llevarse un día un objeto de un supermercado es un fallo, pero no hace a la
persona “ladrona”. Hacerlo por costumbre, define a la persona como “ladrona”.
En cada uno de esos primero casos, no hay “pecado de muerte”; es compatible con
ser “hijo de Dios”. En los segundos casos, hay una gravedad que no es propia de
un hijo de Dios.
En el evangelio de Jn
1,35-42 tenemos esa deliciosa página del encuentro con Jesús de los primeros discípulos.
El Bautista señala a Jesús ante sus seguidores, como el CORDERO DE DIOS. De
ellos, hay dos que se sienten movidos por aquella presencia, y lo siguen a cierta
distancia y disimuladamente.
Jesús se vuelve a
ellos y les pregunta: ¿Qué buscáis? Y ellos en vez de responder que lo iban
siguiendo a él, optan por otra pregunta: ¿Dónde
vives? Tiene su encanto esta forma de respuesta porque va más al fondo. No
solo es que tengan una curiosidad por él sino que se interesan por saber su
lugar de parada. Tiene también su cierto disimulo al haberse visto
descubiertos, y que sienten el rubor de ese encuentro y optan por una pregunta
que no les compromete.
Pero Jesús está
sintiendo la emoción de aquel momento y con su mejor sencillez los invita: Venid y lo veis. Ya no se trata de una “dirección”
que indicara el lugar donde vivía, sino una invitación a que vengan con él y
convivan un rato, y conversen, y vean. Y aquella invitación se convirtió en una
amplia conversación en la que aquellos dos se encontraron con una auténtico
mundo que les ganaba el alma, y la conversación se prolongó hasta las 4 de la
tarde.
Verdaderamente habían
visto dónde vivía, aunque con esa
profundidad que no es sólo ver el lugar, sino ver la hondura del Corazón de
aquel Cordero de Dios. Y se quedaron impactados por aquella convivencia hasta
el punto de que al encontrarse Andrés (que era uno de los dos) con su hermano
Simón, ya le trasmite abiertamente que han encontrado al Mesías. Y como Simón
no debió quedarse muy convencido, o bien estaba admirado y curioso, Andrés lo
conduce a Jesús. Era lo más lógico y lo más convincente.
Y cuando Jesús vio
llegar a Simón, sin mediar palabra le dijo algo estremecedor: Tú eres Simón, el hijo de Jonás. Tú serás
PEDRO. Para un israelita aquello no era un simple juego de palabras. El
nombre representaba una vocación. Y Simón se quedó pasmado e impactado. El
nombre que recibía de Jesús era de mucha envergadura. Y en realidad era una
vocación a la que le llamaba aquel Cristo, Mesías de Dios.
Ayer tocaba yo en este
espacio la profundidad de NOMBRE por el que somos conocidos por Dios. Aquí
tenemos un claro ejemplo de esa importancia que tiene el nombre y el responder
cada uno a ese NOMBRE que Dios nos tiene asignado.
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