Liturgia:
Todo cuanto se ha dicho de David a lo
largo de las lecturas que hemos ido teniendo, ha sido laudatorio, revelando un
hombre de finura de sentimientos y de fidelidad ante el Señor. Pero David era
del género humano y también tuvo su borrón particular. Y eso es lo que nos
presenta hoy 2Sam.11.1-10.13-17. No es sólo lo que expresa de ligereza de un
momento determinado sino la bajeza de una situación mantenida, un intento de
soborno y una culpa mucho más grande de muerte de un súbdito, con tal de ocultar
el propio pecado. Nos manifiesta las consecuencias de querer tapar un
fallo con otro y acabar siendo reo de la
muerte de Urías.
Vayamos por partes: primer fallo, mantener la mirada
impúdica y el deseo. Hasta ahí, podría haber dominado la situación. Como
consecuencia de no dominarla es identificar a Betsabé (mujer de Urías) y
mandarla traer a Palacio. La consumación del adulterio cae de su peso.
Betsabé queda encinta y se lo hace saber al rey. Y David
se lía la manta a la cabeza y en vez de declararse culpable, manda venir a
Urías (que está combatiendo en la guerra), con una intención maliciosa de que
el embarazo de Betsabé quede ocultado por la venida y estancia de Urías con su
esposa.
Pero Urías, soldado duro y noble, no va a su casa sino
que se queda con la guardia de palacio. Y David lo invita a su mesa y lo
emborracha para que así vaya a estar con su mujer, pero Urías no va a su casa
ni borracho, y con ello no le sale el plan a David.
Y David da el paso peor de todos: escribe una carta a
Joab, el jefe del ejército y la manda por mano del propio Urías, en cuya carta
va la sentencia de muerte de aquel soldado. En efecto murió Urías en uno de los
lances preparados para ello.
¡Adónde llega la ceguera de la pasión y no reconocer la
culpa que se ha cometido! No sólo ha sido adúltero e innoble, sino que “ha matado a Urías”, como
luego se lo dirá Natán, el profeta, de parte de Dios. Merece la pena pararse en
este caso y hacer una introspección para evitar los intentos de justificaciones
falsas en las que es posible caer, y que acaban produciendo males mucho
mayores. A los comienzos es posible cortar la trama pecaminosa. Después ya no,
porque se ha iniciado la pendiente y es muy difícil parar.
Junto a la parábola del Sembrados, que veíamos hace unos
pocos días, San Marcos nos añade otra parábola, cuyo centro es la semilla y no
la acogida de la misma. En 4,20-24 se da por supuesto la semilla que ha caído
en buena tierra y por tanto da fruto.
Pero aquí quiere inculcar el evangelista que ese fruto no
es el mérito del que ha recibido la semilla, sino que esa Palabra que ha caído
en el alma de la persona, tiene su vigor interno y su fuerza. El labrador, el
sujeto que ha recibido la palabra, duerme de noche y se levanta de mañana, y
cuando se asoma a su sembrado, descubre el tallear de la planta, sin que él
sepa cómo.
Y Jesús dibuja ese crecimiento de la mata, que por sí
misma va produciendo el tallo, la espiga, el grano… Al labrador sólo le toca el
trabajo exterior de que el terreno esté
en buenas condiciones: escarda, riego, quitar las piedras…, para –al final-
meter la hoz porque ha llegado el tiempo de la siega.
Ha querido Jesús dejar claro la gratuidad de la gracia
divina, el poder de esa Palabra que viene como agua fecunda y ha de regresar
con el fruto granado, y basta con no oponerle obstáculos, para que dé el fruto
deseado. Al final, segar, recoger, medir, almacenar…, que es labor del
labrador. Pero el fruto se le ha venido a las manos sin saber cómo.
Ahonda Jesús en la idea con otra parábola, la de la
semilla mínima de la mostaza, que –sembrada en buena tierra- acaba dando un
arbolito con ramas tan amplias que en ellas anidan los pájaros. El reino
arranca desde lo pequeño, porque Dios ha querido dejar patente que la obra es
suya, y que desde lo pequeño material y humano, él hace cosas grandes.
Concluye el párrafo diciéndonos que Jesús se expresaba
generalmente en parábolas para darle a la gente en qué pensar. Y que a sus
apóstoles les iba desgranando en privado los sentidos de las parábolas. Era una
manera de que aprovecharan hasta el último detalle, pues lo que es el
entendimiento de las parábolas, ellos mismos, como hombres orientales, les
tenía que decir ya mucho.
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