Liturgia:
Is.30,18-2123-26 sigue en la línea
habitual de estas lecturas de adviento, con una carga notable de promesas
esperanzadoras, que van adelante independientemente de la respuesta del pueblo.
El pueblo no tendrá que llorar porque se
apiadará Dios a la voz del gemido de ese pueblo, apenas se oiga.
Puede ser que Dios dé
el pan medido y el agua tasada y que el pueblo no nade en la abundancia y
hasta que carezca de algo. No obstante ya no se esconderá vuestro Maestro…, tus
ojos verán a tu Maestro.
Es posible que el pueblo se desvíe a derecha o a izquierda; entonces escuchará una voz que
le llama al verdadero camino para que camine por él.
El Señor dará la
lluvia para la semilla y dará el grano para la cosecha, y será substancioso;
los ganados pastarán en amplias praderas. Y así va poniendo delante el
nuevo mundo que vendrá con la llegada del Mesías, que va a hacer una realidad
feliz. Va a ser como la luz, que la de la
tarde va a lucir como la de la mañana y la de la mañana lucirá siete veces más.
Todo esto va a suceder cuando el Señor
vende la herida de su pueblo y cure la llaga de su golpe.
El Salmo responderá a todo este precioso panorama con la exclamación:
Dichosos
los que esperan en el Señor,
nuestro Dios merece una alabanza armoniosa.
Pasamos al evangelio (Mt.9,35 a 10,1.6-8). Es la conmiseración
de Jesús ante el pueblo que le sigue, al que le anuncia la buena noticia de la
salvación, y –pasando a la obra- cura todas las enfermedades y todas las dolencias,
porque estaban las gentes extenuadas y abandonadas,
‘como ovejas que no tienen pastor’. Es esa una figura que se le clava a
Jesús en el alma. ¿Por qué las gentes le siguen y –en ocasiones- se olvidan
hasta de comer? Precisamente porque han buscado su refugio en los mentores del
pueblo y no han encontrado acogida. Se vienen a Jesús y Jesús les acoge, les
habla con el alma, les cura sus enfermedades… Son gentes que “no tienen pastor”
y se acogen a Jesús que es el Pastor bueno que está siempre abierto a las
gentes.
Jesús entonces se vuelve a sus apóstoles y les incita a
orar a Dios para que Dios envíe trabajadores
a su mies. Él hace su parte, pero Israel necesita de buenos pastores que se
ocupen del bien del pueblo, y que se acerquen a él con el corazón abierto y el
desinterés completo. Buscando ese beneficio de las gentes y no los propios provechos.
Y como en una aplicación concreta de la oración que él mismo
ha suscitado, multiplica por doce su acción, enviando a los suyos a predicar
por las ciudades y aldeas a las ovejas
descarriadas de Israel, anunciando la buena nueva: El Reino de los cielos está
cerca. Y como un anticipo de ese reino en que Dios sea el rey, curad a los enfermos, resucitad muertos,
limpiad leprosos, arrojad demonios. Es así la mano de Dios, “el dedo de
Dios” el que aparece por encima de las desgracias y dolencias y carencias que
padece aquel pueblo. Queda así concretado en realidades patentes los anuncios
proféticos de la 1ª lectura. La llegada del Mesías realiza ese mundo de
misericordia que el pueblo está necesitando, y que –en definitiva- le acerca a
Dios porque puede entender –por los hechos- que Dios está detrás de aquellos
tiempos que viven tan dolorosamente, pero que van a quedar luminosamente
salvados por la venida de Jesucristo.
El meollo de todo eso hay que succionarlo en este momento
presente nuestro, y por tanto en el sentido de este período litúrgico que
estamos viviendo y que debe tener su traducción concreta en alguna respuesta
personal. Soy consciente de que al cabo de muchas llamadas en este sentido,
somos capaces de ponernos el impermeable y que todos estos toques resbalen en
nosotros y sigamos en lo que tenemos y no nos actuemos en alguna concreción
aplicada a nuestro caso particular. El peligro es que demos por hecho todo lo
que podemos dar y que ya no haya un planteamiento sobre algún detalle que muy
bien podríamos aplicar a nuestro caso. El adviento litúrgico es más que la casulla
morada y el moderno e importado encender de la vela de adviento. Esa luz que
luce ahora y que va emprendiendo otras conforme avanzan las semanas, es un buen
símbolo para decirnos que cada semana pide una nueva luz en nuestro proceder
personal, y que debe acabar con la LUZ DE BELÉN, el encuentro con Jesús en
nueva plenitud.
A lo largo de toda la semana el profeta Isaías nos promete esperanza y presencia del Dios que siempre está en medio de su pueblo que, por no saber reconocerlo, se siente abandonado. El Evangelio no deja lugar a dudas: la ayuda a los desvalidos se hará realidad, porque la evangelización tiene en cuenta a la persona emn su plenitud, no se limita a unas bonitas palabras. El Señor cuenta con cada uno de nosotros, no le podemos fallar.
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