Liturgia:
La 1ª lectura -1Jn.2,12-17- es una
exhortación concreta en la que Juan aconseja a mayores y menores, a padres e
hijos, y a jóvenes y fieles discípulos en general, a los que nombra como “hijos
míos”. Les escribe a todos como orientación personal. A sus discípulos, porque se le perdonan los pecados por el
nombre de Cristo; a los jóvenes, porque han vencido al maligno y porque son
fuertes y la Palabra de Dios permanece en vosotros; a los padres porque conocen
al que vive desde el principio. Bella descripción que ya quisiéramos poder
aplicar a nuestro mundo actual: a los mayores y a los jóvenes, a los padres y a
los hijos. Porque ¿realmente se puede decir que han vencido al maligno…, que
son fuertes para resistir los envites de un mundo que se mete a los cuatro
vientos?
La palabra con la que previene, es más aplicable a la
realidad: advertir que no améis al mundo
ni lo que hay en el mundo. Y lo que hay en el mundo lo describe después: las pasiones del hombre terreno, la codicia
de los ojos y la arrogancia del dinero. Lo que traducido a conceptos
inteligibles para nosotros, indican esas pasiones con las que el mundo –el
hombre terreno- se ha emborrizado en la suciedad del sexo, de la droga, de la
pornografía… La codicia de los ojos, que es el dinero, la avaricia, la riqueza
que corrompe, que avasalla, que da pábulo a las otras “pasiones del hombre
terreno”, y “la arrogancia” que da el dinero y que se traduce por soberbia, por
engreimiento, corrupción, abuso de poder.
Concluye San Juan diciendo que todo ese “mundo” hostil al
evangelio, pasa. Eso domina ahora pero se esfuma, no deja nada, cambia como la
arena de las dunas, mientras que el que
hace la voluntad de Dios, permanece para siempre.
Es evidente que esto se entiende desde la fe, desde el
pensamiento espiritual, desde la concepción sobrenatural de la vida. Y no se
entiende en absoluto desde la concepción mundana, que está vacía para poder
entender los valores espirituales. Ya nos dice San Pablo que el mundo nos
considera unos desgraciados (“crucificados”) porque no tiene más altura y no
saca la mirada por encima de su propia ceguera. Por el contrario, nosotros
vemos que el mundo es el que es un desgraciado, privado de esa visión de tejas
arriba en la que los hombres espirituales podemos encontrar el gozo más
profundo y duradero. Porque al final, gozamos en este mundo con nuestra fe y
esperanza, y luego encontraremos la paz infinita y la posesión del cielo.
Le preguntaron una vez a un compañero misionero en América,
qué podría experimentar si luego, tras la muerte, no hubiera nada. Y el
misionero respondió: que si no hubiera nada, no se iba a enterar. Pero mientras
tanto había gozado aquí en la espera de ese mundo mejor.
Podemos concluir, pues, con las mismas palabras de esa 1ª
lectura: El mundo pasa con sus pasiones, pero el que hace la voluntad de Dios
permanece para siempre.
En el evangelio –Lc.2,36-40- se completa la experiencia del
día de la presentación del Niño en el templo. Simeón fue el varón que descubrió
en Jesús al Mesías deseado. Pero San Lucas procura sacar a una mujer donde ha
intervenido también un hombre. Y nos habla de aquella viuda, de vida meritoria,
mujer que estuvo siete años casada, muy joven, pero que al morir el marido ella
se dedica al culto del templo, día y noche, con ayunos y oraciones. Y a la par
que Simeón tomaba al Niño y profetizaba y daba gracias a Dios, Ana (que así se
llamaba la hija de Fanuel), daba gracias
a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.
Hay después un punto final en el evangelio de Lucas, que no
debe pasarse por alto a la hora de entender mejor otros determinados relatos.
Nos dice Lucas que cuando cumplieron todo
lo prescribía la Ley de Moisés, se
volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.
Y allí, asentados en Nazaret a partir de los 40 días del
nacimiento, el niño iba creciendo y
robusteciéndose y se llenaba de sabiduría (conocimientos que van dándose
poco a poco en aquel niño, como podría ser en cualquier niño), y la gracia de Dios le acompañaba.
Volverá a repetir lo mismo más adelante para expresar que Jesús era un niño
normal que fue creciendo al paso de su edad y de la educación familiar, con
unos padres tan excelentes y cumplidores de la voluntad de Dios.
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