Liturgia:
Hoy es el primer día, tras la Navidad
de Jesús en que la liturgia vuelve a los evangelios de la infancia.
Naturalmente que no a evangelios del nacimiento porque esos se han acabado con
lo visto el día de Navidad. Hoy, pues, pasa al hecho de la presentación del
Niño en el templo (Lc.2,22-35), que había de producirse, según Ley, al acabar
la cuarentena de la madre, y por tanto a los 40 días del nacimiento del hijo
primogénito. Hemos dejado atrás alguna narración de Belén –que ya veremos
próximamente- y nos entramos en este suceso de la presentación del Niño
primogénito, que los padres (pobres en este caso) habían de rescatar mediante el
ofrecimiento de un par de tórtolas o pichones.
Había en Jerusalén un anciano que había suplicado a Dios no
morir sin ver al Mesías. El día que José y María entraban en el templo para presentar
al niño, aquel anciano les sale al paso, pide a María que ponga al niño en sus
brazos y canta con emoción un canto de despedida de la vida, porque sus ojos ya
han visto al Salvador: Ahora ya puedo
morir en paz.
Pero no se quedó sólo en eso; hizo dos profecías, una sobre
el niño, a quien define como bandera ante la que toman partido –a favor o en
contra- las gentes, y por tanto, ante quien no van a quedar indiferentes los
hombres: va a ser amado y odiado con la misma intensidad. La segunda profecía,
muy ligada con la primera, se refiere a la madre, a la que le augura una espada
de dolor que le va a atravesar el corazón. Y no es para menos, porque es la
madre de ese hijo cuya vida va a ser tan difícil.
La 1ª lectura es muy práctica y lleva a una revisión
profunda de la propia conciencia: 1Jn.2,3-11 no pone una línea divisoria clara
para saber si estamos en la luz o en la tinieblas: en esto sabemos que conocemos a Dios, si guardamos sus mandamientos.
La cosa es clara. Y los mandamientos son diez y nos obligan y exigen los diez.
Y nos hemos de examinar según los diez. De ahí lo improcedente de tantas
confesiones, que quedan en vacío: Quien
dice: ‘Yo le conozco’ y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso…, se
está mintiendo a sí mismo, y la verdad no
está en él. Creo que ya este comienzo es suficiente para una reflexión más
a fondo sobre nosotros mismos.
Quien guarda su Palabra,
ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a plenitud. En esto conocemos que
estamos en él. Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él. Aquí
está ya hablando claramente de Jesús, que es el que vivió en la tierra y vivió
de una determinada manera en fidelidad a Dios.
De donde se deduce que no
es escribo un mandamiento nuevo, sino un mandamiento antiguo, que tenéis desde
el principio: la Palabra que habéis escuchado. Y sin embargo os escribo un
mandamiento nuevo, pues las tinieblas pasan y la luz verdadera brilla ya.
Estamos en ese binomio tan propio de San Juan, de la luz y
la tiniebla. Y quien dice que está en la
luz y aborrece a su hermano, está aun en las tinieblas. Es cierto que “aborrecer”
al hermano es un término muy fuerte. Pasado al sentido de la palabra original,
expresa amar menos. Y aquí aparecen
en la vida de cada uno una serie de briznas que dan sombra…, que aunque no sean
tinieblas cerradas, expresan aversiones, recelos, suspicacias. Yo no me
excluiría de esa realidad. Creo que en el fondo del alma son posibles ráfagas
de menor amor y menor acogida. No dejan a oscuras pero tampoco dejan diáfano el
cielo de la propia conciencia. Hay que purificar. Creo que tomar entre manos
estas reflexiones de San Juan, obligan a una limpieza más fina de nuestros
propios sentimientos (o resentimientos, si los hay)…, esas briznas que quedan
en los repliegues del alma, y que si Dios nos da la luz para ver, posiblemente
vamos a encontrarlas. Es lo que San Ignacio llama desorden que, sin poderse catalogar como pecado o tiniebla, sin
embargo son realidades que no están tan limpios en la dirección hacia Dios. Y
que hay que conocer internamente para que
me enmiende y ordene.
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