Liturgia:
Entramos en la 1ª semana del
Adviento. Isaías, al que bien podemos
llamar “el profeta del adviento”, nos abre la liturgia del día con un texto de
mucha longitud de mirada, para un pueblo que estaba exiliado y que añoraba su
patria y su culto. A ellos les levanta los ánimos el profeta y les hace soñar
con lo que ocurrirá “al final de los días”. ¿Final de los días del destierro?
¿Final de los días de un largo período del pueblo? ¿Estará proyectando Isaías
hacia el final de los tiempos? Sea como sea, en ese “final” el pueblo va a
recuperar su dignidad y va a ser el pueblo que Dios dirige, que Dios defiende,
que Dios encamina.
Por lo pronto será la vuelta a Jerusalén, que se
constituirá en centro hacia el que confluirán todas las naciones: los gentiles
y pueblos numerosos… Lo que está hablando de algo más allá de la vuelta a la
Jerusalén terrena, porque los judíos son muy suyos y no acogerán a todas las
naciones. Hablamos, entonces, de algo más amplio, de una Jerusalén, ciudad
abierta, o sencillamente de otra Jerusalén, que va a constituir el Mesías cuando
aparezca.
Toca, pues, mirar a la esperanza de liberación con unos
horizontes mucho más amplios que la vuelta del pueblo a Judea y Jerusalén. Toca
pensar en la nueva Jerusalén hacia la que confluirán todos los pueblos: Venid, subamos al monte del Señor, a la casa
del Dios de Jacob. Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus
sendas, porque de Jerusalén saldrá la ley, la palabra del Señor.
La vida se hará así una vida nueva en la que de las espadas se forjarán arados, y de las
lanzas podaderas…, de los instrumentos bélicos, instrumentos de producción,
de riqueza de ese nuevo pueblo.
Todas esas novedades son estímulos que el profeta presenta
ante el pueblo de Dios para levantarle los ánimos y hacerles ver que Dios se
hará presente “al final de los tiempos” y que el pueblo volverá a ser libre y
dueño de su destino. Pero en la realidad la promesa va mucho más allá, y “el
final de los tiempos” mira, por lo pronto, a los tiempos mesiánicos. Y nosotros
podemos todavía llevarlo más lejos y plantearnos el momento del personal
encuentro con el Señor, que nos ha de llegar de aquí a no mucho tiempo.
El evangelio (Mt.8,5-11) es el del centurión con un criado
enfermo. Era un hombre bueno que se interesa por sus súbditos. Habría gastado
dinero en médicos pero sin resultado, y el criado estaba grave. Ya no le
quedaban medios humanos que poner cuando pensó en aquel hombre –Jesús- que
pasaba por Palestina curando enfermedades. Y optó por dirigirse a él.
Mateo nos dice que acudió el centurión en persona,
diferenciándose el evangelista de los otros textos paralelos, que nos dicen que
envió unos emisarios. En Mateo es el propio centurión quien viene a Jesús y le
ruega por su criado. Y Jesús está dispuesto a irse con él a la casa para curar
al enfermo.
Ahí surge la fe de aquel centurión que se confiesa indigno
de que Jesús baje a su casa, y le sugiere que diga simplemente una palabra y su
criado –está seguro- curará. Y arguye que él tiene criados y soldados a sus
órdenes, y él los maneja con la palabra. Manda y ellos ejecutan.
Admiró a Jesús aquella fe y pronunció su palabra de
curación. Y comentó ante los presentes que no había encontrado en las gentes de
Israel una fe como aquella.
La elección de este evangelio en el adviento irá por la
decisión de Jesús de ir a curar al enfermo…, de bajar y ponerse ante el criado,
de hacer acto de presencia. Piensa el centurión que no es necesario, y que
basta la palabra. Sin embargo cuando nosotros rezamos esa oración, no decimos a
Jesús que no venga, sino que su palabra nos purifique para hacernos menos indignos
y poder recibirlo.
A lo que yo añado una reflexión sobre el modo de orar
nosotros esa palabra que repetimos cuando vamos a comulgar. Una palabra que se
presta a la rutina, al rezo de papagayo, y que toca decir cuando toca decirla,
pero que no la reposamos como oración en la que hablamos con Jesús como habló
aquel centurión con el alma en sus palabras y haciéndose oír.
Preparamos así un adviento inmediato, que se produce en la
comunión, en la que se verifica en nosotros una etapa de ese “final de los
tiempos”, esos en los que se hará definitivamente real el encuentro cara a cara
con el Señor.
Este Evangelio me recuerda inevitablemente a una experiencia vivida hoy. Voy y me acerco a una persona muy conocida por mi que está leyendo un libro u orando. Tenía ganas de preguntarle si se encontraba bien, pero...me planto delante, le saludo, la persona ni levantó la mirada del libro. Se limitó a hacerme un saludo con la mano sin mirar. Lo peor es que a pocos metros se encontraba el sagrario. Yo no tengo problema. Me doy media vuelta y me voy por donde he venido. Lo mismo hubiera compartido allí la Misa con esa persona luego, pero la verdad, se te quitan las ganas de compartir nada. Igual que el Centurión y Jesús, igualito. ¿Y saben lo peor? Que aquí nadie se da cuenta de nada, ni pide disculpas por nada. Esta persona estará en que ha actuado correctamente, estoy seguro.
ResponderEliminar"Yo no soy digno...·
El centurión conoce la ley de los judíos que no les permite entrar en la casa de los paganos. Él, el centurión, era un pagano bueno ha hecho un camino para llegar hasta Jesús. En el evangelio de Lucas leemos que había construido una sinagoga. Nosotros nos hemos puesto en marcha y queremos preparar bien nuestra Navidad. Sería bonito que quienes se encuentren con nosotros, respiren de nuestro amor y delicadeza. Sería edificante...
ResponderEliminarSería muy bonito que las apariencias dejaran paso a las acciones concretas, y que las palabras se convirtieran en hechos reales.
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