29 de abril de 2015 (Zenit.org) - Queridos hermanos y hermanas,
nuestra reflexión sobre el diseño originario de Dios sobre la
pareja hombre-mujer, después de haber considerado las dos narraciones del Libro
del Génesis, se dirige ahora directamente a Jesús.
El evangelista Juan, al inicio de su Evangelio, narra el episodio
de las bodas de Caná, donde estaban presentes la Virgen María y Jesús, con sus
primeros discípulos. Jesús no solo participó en ese matrimonio, sino que “salvó
la fiesta” con el milagro del vino. Por tanto, el primero de sus signos
prodigiosos, con el que Él revela su gloria, lo cumplió en el contexto de un
matrimonio, y fue un gesto de gran simpatía para esa familia naciente,
solicitado por el cuidado maternal de María. Y esto nos hace recordar el libro
del Génesis, cuando Dios terminó la obra de la creación y hace su obra maestra;
la obra maestra es el hombre y la mujer. Y aquí precisamente Jesús comienza sus
milagros, con esta obra maestra, en un matrimonio, en una fiesta de bodas: un
hombre y una mujer. Así Jesús nos enseña que la obra maestra de la sociedad es
la familia: ¡el hombre y la mujer que se aman! ¡Ésta es la obra maestra!
Desde los tiempos de las bodas de Caná, muchas cosas han cambiado,
pero ese “signo” de Cristo contiene un mensaje siempre válido.
Hoy no parece fácil hablar del matrimonio como de una fiesta que
se renueva con el tiempo, en las distintas etapas de toda la vida de los
cónyuges. Es un hecho que las personas que se casan son cada vez menos. Esto es
un hecho: los jóvenes no quieren casarse. En muchos países aumentan sin embargo
el número de las separaciones, mientras que disminuye el número de los hijos.
La dificultad de permanecer juntos --tanto como pareja y como familia-- lleva a
romper las uniones con mayor frecuencia y rapidez cada vez, y precisamente los
hijos son los primeros que sufren las consecuencias. Pero pensemos que las
primeras víctimas, las víctimas más importantes, las víctimas que sufren más en
una separación son los hijos. Si se experimenta desde pequeños que el
matrimonio es una unión “con tiempo determinado” inconscientemente se querrá
así. De hecho, muchos jóvenes han sido llevados a renunciar al proyecto mismo
de una unión irrevocable y de una familia duradera. Creo que debemos
reflexionar con gran seriedad sobre el por qué tantos jóvenes “no quieren”
casarse. Está la cultura de lo provisional, todo es provisional, no hay nada
definitivo.
Esta es una de las preocupaciones que surgen a día de hoy: ¿por
qué los jóvenes no quieren casarse?, ¿por qué a menudo prefieren una
convivencia, y muchas veces “con responsabilidad limitada”?, ¿por qué muchos --
también entre los bautizados-- tienen poca confianza en el matrimonio y en la
familia? Es importante tratar de entender, si queremos que los jóvenes puedan
encontrar el camino justo a recorrer. ¿Por qué tienen poca confianza en la
familia?
Las dificultades no son solo de carácter económico, si bien estas
sean realmente serias. Muchos creen que el cambio sucedido en estos últimos
decenios se ha puesto en marcha por la emancipación de la mujer. Pero tampoco
es válido este argumento. ¡Pero esta es también una injuria! ¡No, no es verdad!
Es una forma de machismo, que siempre quiere dominar a la mujer. Hacemos el
papelón que hizo Adán, cuando Dios le dijo: “¿Pero por qué has comido la
fruta?” Y él: “Ella me la dio”. Es culpa de la mujer. ¡Pobre mujer! ¡Debemos
defender a las mujeres, eh!
En realidad, casi todos los hombres y las mujeres quisieran una
seguridad afectiva estable, un matrimonio sólido y una familia feliz. La
familia está en la cima de todos los niveles de satisfacción entre los jóvenes;
pero, por miedo a equivocarse, muchos no quieren ni siquiera pensarlo; aún
siendo cristianos, no piensan en el matrimonio sacramental, signo único e
irrepetible de la alianza, que se convierte en testimonio de la fe. Quizá
precisamente este miedo de equivocarse es el obstáculo más grande para acoger
la palabra de Cristo, que promete su gracia a la unión conyugal y a la familia.
El testimonio más persuasivo de la bendición del matrimonio
cristiano es la vida buena de los esposos cristianos y de la familia. ¡No hay
mejor forma para mostrar la belleza del sacramento! El matrimonio consagrado a
Dios cuida esa unión entre el hombre y la mujer que Dios ha bendecido desde la
creación del hombre; y es fuente de paz y de bien para toda la vida conyugal y
familiar. Por ejemplo, en los primeros tiempos del cristianismo, esta gran
dignidad de la unión entre el hombre y la mujer derrotó un abuso que hasta
entonces era normal, es decir, el derecho de los maridos de repudiar a las
mujeres, también con los motivos más engañosos y humillantes. El evangelio de
la familia, el evangelio que anuncia este sacramento ha vencido esta cultura de
repudio habitual.
La semilla cristiana de la igualdad radical entre los cónyuges
debe hoy llevar nuevos frutos. El testimonio de la dignidad social del
matrimonio se hará persuasivo precisamente por este camino, el camino del testimonio
que atrae, de la reciprocidad del hombre y complementariedad en el hombre.
Por esto como cristianos, debemos hacernos más exigentes al
respecto. Por ejemplo: apoyar con decisión el derecho a la igual retribución
por el igual trabajo. ¿Por qué se da por hecho que las mujeres deben ganar
menos? No. ¡El mismo derecho! ¡La disparidad es un escándalo! Al mismo tiempo,
reconocer como riqueza siempre válida la maternidad de la mujer y la paternidad
de los hombres, a beneficio sobre todo de los niños. Igualmente la virtud de la
hospitalidad de las familias cristianas reviste hoy una importancia crucial,
especialmente en las situaciones de pobreza, de degradación, de violencia
familiar.
Queridos hermanos y hermanas, ¡no tengamos miedo de invitar a
Jesús a la fiesta de la boda! ¡Y también a su Madre María! Los cristianos,
cuando se casan “en el Señor”, son transformados en un signo eficaz del amor de
Dios. Los cristianos no se casan solo por sí mismos: se casan en el Señor en
favor de toda la comunidad, de toda la sociedad.
De esta bella vocación del matrimonio cristiano, hablaré también
en la próxima catequesis.
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