PROFETAS HOY, se quiera o no
La
primera lectura de este domingo es muy confortadora, a la vez que exigente. Ezequiel estaba tan tranquilo. De pronto el
Espíritu del Señor entra en él y Ezequiel instintivamente –por un impulso ajeno
a su reflexión- se pone en pie (que
es postura de misión, de escucha, de envío- y oye a Dios que le envía a un
pueblo rebelde, desde los padres –anteriores- a los hijos –de ahora-. Pues bien: testarudos y todo, tú les hablas. Que quieran o no, lo acepten
o no, sabrán ellos ue hubo un profeta en Israel.
Esto
es de una enorme exigencia, porque Dios se hace presente y su Palabra no
volverá a Él vacía. Cuando Jesús se
presentó en su pueblo de toda la vida, entre los que fueron sus compañero de
juegos infantiles, o jóvenes que trabajaron en el tajo codo a codo con Jesús,
que se juntaron en la plaza y se cruzaron por la calle, la reacción primera –al
escucharlo en la sinagoga- fue de asombro, porque realmente les llamaba la
atención el paisano de años, constituido ahora en profeta. Y con la malevolencia de la crítica y con el
desprecio del profeta en su propia tierra,
acabaron “atando las manos” a la acción liberadora de Jesús, que siempre había
apoyado sus hechos prodigiosos en la fe de las gentes. Allí no hubo fe y Jesús no pudo hacer allí
sus milagros, salgo alguno suelto en personas sueltas de fe en Jesús. Y Jesús mismo se extrañó de aquella falta de
fe.
No
obstante, queriéndolo o no, aceptándolo o no, Nazaret tuvo que llegar a tener
constancia de que había tenido entre ellos un profeta de Dios. Las cosas requieren tiempo, y muchas veces
requieren batacazos de la vida que son los que abren el sentido para comprender
que realmente tuvieron las gentes entre ellos ese profeta que les puso delante
a Dios.
Muchas
personas ven hoy a sus hijos, a sus familiares irse del camino que habían
aprendido. Hay quienes pretenden arreglarlo con repetitivas –y de efectos
contrarios- insistencias… En realidad el
profeta de Dios (el que lleva verdad de Dios) no necesita remachar ni hacerse
pesado ni machacón. Lo que necesita es seguir siendo profeta de Dios (persona que refleja la verdad de Dios…, que la
habla y que la vive). Y quieran o no aceptarlo, lo reconozcan o no, quien tiene
cerca un profeta de Dios acaba
notando que aquella persona, aquella actitud, es realmente algo que interroga,
que se hace presente sin saber uno ni cómo.
El profeta puede creer que ha fracasado.
Y sin embargo, su acción queda ahí “microencapsulada” y actuará en el
momento oportuno, y sabrán todos que allí hubo un profeta de Dios.
San
Pablo nos deja una nota bellísima. El profeta
no es un superhombre. No es profeta por ser un incontaminado. Él nos confiesa
su debilidad, su misterioso “aguijón de
la carne”, “emisario de Satanás” que le apalea. Y acepta tranquilamente que eso le obliga a
ser un profeta desde la humildad…, desde la humillación. No el profeta triunfante en olor de
multitudes, sino el profeta que tiene su propio “aguijón”, pero que no por eso
deja de ser profeta y de poder actuar como profeta en el nombre de Dios. Es más: presumo
de mis debilidades, porque así realza en mí la fuerza de Cristo…, porque cuanto
soy más débil, entonces soy más fuerte.
Cuando
hoy llegue el momento de acercarnos a la Comunión, hemos de experimentar en
cada uno esa palabra profética de Jesús En una parte, porque –queriendo o sin querer…,
advirtiéndolo o no- la llegada de Jesús a nuestro interior debe realizar obra
de Dios. Pero juntamente debe constar
que Jesús llegó a Nazaret y no pudo hacer allí muchas maravillas porque había
en ellos falta de fe.
El
confesionario es testigo de muchas situaciones.
Unas veces es testigo de ausencias.
Porque hay –por decirlo así- “demasiadas comuniones” en comparación con las
reducidas confesiones. ¿Qué se confiesan directamente con Dios? Eso es una falsedad que niega la propia
palabra de Jesús que dejó ese poder directa y exclusivamente al sacerdote (en
la entrega hecha a sus apóstoles). Otra ausencia es la de los propios
sacerdotes que no dan a la labor sublime de la atención sacramental del perdón
todo el tiempo y el valor que tiene –sabiéndose ellos- no “máquina amorfa de
absoluciones” sino tutores que acompañan
hacia un crecer de la vida de la fe de cuantos se acercan, y descubren que
HAY PROFETAS DE DIOS.
El
confesionario es también testigo de las
presencias, porque ahí palpa uno a Dios actuando en aquellas almas que,
muchas veces llegaron poco más o menos como los habitantes de Nazaret…, casi
por curiosidad, rutina, “vaciar el saco”, y se encontraron con Dios a través
del “profeta” que les condujo a un paso nuevo en ese caminar cristiano hacia
Jesús, hacia la vivencia más gozosa de la propia fe, que nunca es algo
anquilosado que ya está hecho y acabado, sino una fragua de nuevas preciosas y
precisas realidades y descubrimientos.
El Purgatorio es dogma de fe. No creer un dogma de fe es pecado.
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