LITURGIA
Entramos en la última
semana, antes de regresar al Tiempo Ordinario, Estamos en semana de epifanía,
que este año va completa al haber caído en domingo la fiesta de “los Reyes”, y
quedar así toda una semana antes de celebrar el Bautismo del Señor.
Seguimos con la 1ª
carta de San Juan (3,22-4,6) con argumento repetido de esos dos puntos: la fe
en Jesucristo, Hijo de Dios, y el amor al hermano, como Jesús mandó. Y quien
guarda esos mandamientos, permanece en Dios y Dios en él. Nosotros conocemos que
Dios permanece en nosotros por el Espíritu que nos ha dado.
Evidentemente hace
falta discernir qué espíritu nos mueve, pues todos los espíritu no son iguales
y los hay que no vienen de Dios. El Espíritu que viene de Dios anima a acoger
la palabra que nos llega a través del mensajero. Los otros espíritus son del
mundo y están opuestos a la verdad. Nosotros
somos de Dios. Quien conoce a Dios nos escucha; quien no es de Dios, no nos
escucha. Y en eso conocemos el espíritu que es de Dios y el que no lo es.
Lo que sí debemos
tener en cuenta es que discernir no es fácil, y menos aún por sí sola la
persona afectada, precisamente por “afectada”, pues pierde equilibrio y
distancia para poder discernir. Lo que lleva a la necesidad de buscar una
persona, ajena al caso, que pueda ver con mayor perspectiva.
Mt,4,12-17.23-25 nos
dice que Jesús, al enterarse de la muerte de Juan Bautista a manos de Herodes, se salió de Judea y se fue al
norte de Palestina, a Galilea de los gentiles, a Cafarnaúm, en los territorios
de Zabulón y Neftalí. De él había escrito Isaías que vio una luz grande, que
les brilló. En efecto, les llegaba Cristo y predicaba en aquellos parajes la
conversión. Decía: Convertíos porque está
cerca el Reino de Dios, En efecto allí estaba él y con él venía el Reino.
Lo que queda plasmado
en la descripción del evangelista: recorría
toda Galilea, enseñando en sus sinagogas y proclamando el Evangelio del Reino,
curando las enfermedades y dolencias del pueblo.
Evidentemente eso le
dio fama por todo el territorio, y le traían los enfermos, lisiados, cojos,
paralíticos y todos los afectados por diversas necesidades y carencias, y él
iba pasando entre ellos y los curaba. Y
le seguían multitudes venidas de todos aquellos parajes.
En efecto, había
llegado el Reino de Dios. Y ese es el signo de su presencia: que donde él está,
hay curación. Ahora ya no se manifiesta en curaciones físicas sino en esa
actitud de conversión que se levanta en el que se ha puesto en contacto con su
Palabra y su Persona. Porque es muy difícil que quien se pone junto al fuego,
no encuentre que le llega el calor y que le arden las entrañas.
Las conversiones no tienen
que ser llamativas ni de vuelcos del corazón, aunque también pueden darse. Pero
las conversiones normales se producen en el poco a poco, en el día a día, en la
lucha para no volver atrás y en la ilusión de un nuevo paso adelante. Esas conversiones
continuadas y perseverantes que tienen mucho mérito porque suponen la alerta
diaria para mantener el espíritu en forma y ver la manera de agradar a Dios en
los detalles de la vida: en la ayuda que se presta, en la delicadeza de trato,
en saberse adelantar a una necesidad ajena… Todo eso supone estar en sana
tensión del alma y en no dejarse cruzar de brazos ni ceder terreno. Y todo eso
es meritorio y supone la gracia de la conversión, y la disposición a dar un día
un alto a cotas superiores, a un encuentro más definitivo con el interior del
Corazón de Cristo.
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