LITURGIA
El comienzo de este día en la carta a los Hebreos (4.12-16) es de
los más cordiales que encontramos a lo largo de la Sagrada Escritura. Se
refiere a la Palabra de Dios: La Palabra
de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante
hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. La
palabra de Dios, como salida de la boca de Dios, o hecha presencia en el Hijo,
tiene una fuerza eficaz, No es posible que alguien se ponga en contacto con la
Palabra de Dios, de buena fe y sin prejuicios, que no salga enganchado en su
fuerza viva y en su elocuencia íntima y eficaz.
Porque la Palabra de Dios es tajante: abre tajo allí donde entra: cuestiona, exige, atrae, se
abre paso como cuchillo de doble filo que rasga por donde pasa. No se puede
quedar indiferente una persona ante la palabra de Dios. La podrá rechazar,
porque las personas son capaces de todo. Pero la verdad es que quien acude de
buena fe a la Palabra de Dios, queda prendido en ella.
En penetrante
hasta el punto donde se divide alma y vida, coyunturas y tuétanos… Una manera
hiperbólica de expresar su fuerza de penetración, al decir que llega a tocar
hasta las partes físicas de la persona: lo más recóndito del ser humano. Es
decir: la Palabra de Dios recoge a la persona como la esponja recoge el agua y
empapa por dentro y por fuera.
Juzga los deseos e
intenciones del corazón. Nade se le oculta. Todo está patente y descubierto a
los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuentas. Desde la Palabra quedan
de manifiesto nuestros pensamientos y sentimientos. Nos hace saltar a la
conciencia lo íntimo y secreto del alma. A la Palabra de Dios nada se le
oculta, porque en definitiva es el mismo Dios en que se viene a iluminarnos y a
movernos en la dirección del bien.
Por eso, mantengamos
la confesión de la fe, ya que tenemos un Sumo Sacerdote que ha atravesado el
cielo, Jesús, el Hijo de Dios, la Palabra personificada y el Maestro que
nos pone por delante los caminos de Dios.
Y por ello nos acercamos
con seguridad al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar
gracia que nos auxilie oportunamente.
En el evangelio (Mc.2,13-17) tenemos la vocación de Mateo,
un nuevo hombre al que Jesús añade al grupo de sus discípulos, proveniente del
estado social mal visto en la sociedad judía: la de los publicanos. Leví era
publicano, cobrador de impuestos, y por tanto no precisamente estimado de las
gentes.
Está sentado en el mostrador de los impuestos cuando Jesús
pasa por allí y se le queda mirando. Al modo de lo que se cuenta del escultor
Miguel Ángel cuando vio el bloque de granito y se quedó extasiado viendo ya en
él al Moisés que podía tallar en aquel bloque tosco, Jesús pensó que aquel
publicano podía ser un apóstol. Y lo llamó: Sígueme.
Y el hombre sintió la conmoción de la llamada y se levantó de su puesto y se
fue tras Jesús. Y se fue con sentido de fiesta: alegre, como quien ha
descubierto un mundo nuevo que merecía la pena más de lo que había vivido hasta
aquel momento. No por eso abandonaba sin más a sus compañeros de oficio, otros
publicanos, y quiso compartir con ellos su alegría. Y eso se hace más patente
en una comida en común, un banquete de fiesta. Y allí invitó a esos hombres y a
Jesús y sus discípulos.
Jesús aceptó y no desdeñó unirse en aquella comida con los
publicanos, aunque ellos eran considerados por las gentes “pecadores públicos”,
hombres despreciables. Y naturalmente fue criticado por los fariseos, porque
comer con unas gentes supone estar en familiaridad con ellos.
Jesús les expresó su pensamiento, que correspondía a su
misión mesiánica: No he venido a llamar
justos sino pecadores; no necesitan de médico los sanos sino los enfermos.
Por eso Jesús puede estar a gusto con aquellos hombres que no presumen de nada
ni se valoran más a sí mismos, pero no se entiende con los “justos”, los
santones, que creen que no deben nada a
nadie y que se sitúan por encima de los demás. Por eso suele ser siempre tensa
la invitación que le hacen los fariseos, porque ellos siempre están al acecho
del defecto. Y no hay problema con los publicanos, que se sienten a gusto y en
paz con aquel hombre de corazón abierto, que no los desdeña y que es capaz de
comer con ellos sin ningún aspaviento.
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