LITURGIA
Los evangelios van saltando de un hecho a otro. Hoy nos ha
llevado Lc.5,12-16 a la curación de un leproso, quien al ver a Jesús, cayó rostro a tierra y le suplicó: Señor, si quieres
puedes limpiarme. Era una petición muy seria, porque descargaba en Jesús,
en la voluntad de Jesús, toda la
atención. Sabe el leproso que Jesús puede. Lo que queda es que quiera. Tocaba
las fibras más íntimas del corazón de Jesucristo. Ahora todo dependía de Jesús,
y en realidad de una respuesta rápida. Y Jesús no falló a la intuición del
enfermo, y respondió decididamente: Quiero. Queda limpio.
Pero Jesús llevó el caso más al extremo de lo que es querer,
y en el querer, puso afecto. Porque no se limitó a la palabra, sino que extendió su mano y lo tocó mientras daba
su respuesta. Era mucho más que lo que el leproso podía esperar. Y algo que
llamaba la atención a los discípulos, porque tocar a un leproso suponía quedar
contagiado legalmente: quedar impuro. Y sin embargo Jesús alarga su mano y toca
al leproso. No se queda impuro sino que de su limpieza infinita trasmite
limpieza al enfermo.
Quedó curado de su lepra en ese mismo instante. Pretendió
Jesús que no lo dijera a nadie, pero eso era de los mandatos de Jesús que son
imposibles, porque aquel hombre no tenía más remedio que saltar de alegría ante
su vuelta a la vida social. Le quedaba que presentarse al sacerdote para que
certificara la salud y de esa manera entrara ya a ser uno más en el pueblo. Así
venía siendo desde Moisés, y era el modo de reintegrarse a la vida normal.
Evidentemente se hablaba de Jesús cada vez más. ¿Cómo no?
Las obras que hacía eran llamativas y no quedaba más remedio que aquella
difusión de las noticias entre las gentes, que –además- acudían a oírle y a ser
curados de sus enfermedades
Por su parte, Jesús se retiraba a solas para orar. Se iba a
despoblados donde la gente no le impidiese sus tiempos de oración. Eran para él
los momentos fuertes de su vida, donde hablaba con Dios y de donde recibía las
nuevas fuerzas y las nuevas direcciones de su labor, en encuentros íntimos de
oración verdadera.
La 1ª lectura (1Jn.5,5-6.8-13) vuelve a ser una lectura no
fácil de comentar porque es densa y casi no queda margen para expresar otra
cosa que lo que dice en sí misma. Por eso, como otras veces, prefiero copiarla:
¿Quién es el que
vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Este es el que
vino por el agua y la sangre: Jesucristo. No sólo en el agua, sino en el agua y
en la sangre; y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la
verdad. Porque tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la
sangre, y el testimonio de los tres es único. El Espíritu lleva la supremacía. Y expresa la gracia de la fe. El agua y
la sangre expresan el Bautismo y la Eucaristía, recibidos al entrar en la
Iglesia. Los tres testigos van en la línea de manifestar la filiación divina de
Jesús, que es el objeto de la fe: Quién
es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios,
comenzaba diciendo esta lectura.
Si aceptamos el
testimonio humano, mayor es el testimonio de Dios. Pues este es el testimonio
de Dios, que ha dado testimonio acerca de su Hijo. El que cree en el Hijo de
Dios tiene el testimonio en sí mismo.
Quien no cree a Dios le hace mentiroso, porque no ha creído en el
testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo. Y este es el testimonio: Dios
nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo tiene
la vida, quien no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida.
Os he escrito estas
cosas a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que os deis cuenta
de que tenéis vida eterna.
Cinco páginas ocupa el comentario de
este párrafo en el libro de que he querido servirme para decir alguna cosa más.
Pero cuando hace falta tanta explicación es porque el tema es demasiado difícil
y de alturas teológicas muy fuertes. Os evito esas elucubraciones, y os dejo
con el texto. Y cada cual que se busque su reflexión sobre el mismo.
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