Liturgia
El Eclesiástico (17, 1-13) hace una síntesis muy
interesante de la obra de la creación y de su finalidad. Empieza con la
afirmación de la creación del hombre y la mujer, “de la tierra” (tal como dice
el Génesis), para poder concluir que al final el destino de la criatura humana
es otra vez la tierra. Viene de no ser nada y va a no ser nada. Pero al mismo
tiempo le da al hombre el dominio de la tierra a través de un plazo determinado
y no largo (días contados),
revistiéndolo de un poder –en lo humano- equivalente al poder de Dios, quien
hizo a la pareja humana a su imagen.
De ahí que todo viviente debe estar supeditado al hombre.
A hombre y mujer les formó el cuerpo, el rostro, la mente,
la inteligencia, les dio sabiduría, les enseñó el bien y el mal, para que se
fijen en ello y sepan discernir y alaben el nombre del Señor.
Junto a la vida les dio un pacto de amor (una alianza, enseñándoles sus mandamientos),
y les ordenó abstenerse de la idolatría (respecto a Dios) y les dio preceptos
respecto al prójimo.
Caminos de Dios que están siempre en presencia del hombre y
no se ocultan a sus ojos. Quizás aquí es donde yo haría una parada. ¿Cómo es
posible que el hombre de hoy haya podido ignorar los caminos de Dios y aislarse
de la presencia de Dios, ocultándolo a Dios de sus ojos humanos? ¿Qué fuerza
diabólica ha sido posible desarrollar para que ese plan de creación –tan
maravillosamente diseñado por Dios- se
pueda ir al traste en tanta gente?
Ha sido esa IDOLATRÍA…, o esa EGOLATRÍA por la que el ser
humano se ha erigido en dios de sí mismo. Ha sido otra vez aquella serpiente
infernal que ha sido capaz de embaucar al hombre y a la mujer y los lleva por
caminos completamente diferentes de los que Dios había trazado. Ya no es el
hombre quien es dueño de sí. Ya es su ídolo: su YO fuera de todo orden y
control. Y así va la vida. Ha vuelto a pretender el hombre ser como Dios,
conocedor del bien y el mal…, y ha caído en la red del propio engaño, el propio
orgullo, la propia soberbia.
Y por supuesto “el prójimo”, como ser “otro”, al que hay
que respetar, queda aplastado por el YO de cada uno, porque “el otro” vale
solamente en tanto que me proporcione mi gusto y bienestar.
Encaja perfectamente el evangelio de hoy (Mc 10, 13-16)
porque la gran lección a la que nos dirige es a la necesidad de una sencillez
de niños, porque son los más capaces de acoger el mensaje de Jesucristo.
Ni los apóstoles lo entendían. Los niños eran el residuo de
la sociedad. No contaban para nada. No eran útiles. Los niños eran despreciados
y estorbaban. Y cuando unos niños se vienen a Jesús porque se los han
presentado para que los tocara, los apóstoles tienen el movimiento instintivo
de apartarlos para que no molesten a Jesús.
Y dice el texto expresamente que Jesús se enfadó. Para Jesús los niños no eran un estorbo. Le
representaban las bienaventuranzas en acción, por su misma pobreza humana, su
sencillez, su ausencia de venganzas, su simplicidad (su “justicia”), su mirada
limpia, su afectividad (=corazón acogedor, misericordioso), su paz reflejada en
sus ojos… Por eso quería que dejaran a
los niños acercarse a él y que no se lo impidieran, porque de los que son como
niños es el reino de Dios.
Y concluye generalizando para que toda persona sea capaz de
vivir esa actitud del reino, diciendo que quien
no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y con un rasgo
de cercanía y exaltación del niño, los
abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos. Era como otra dimensión en
la acogida del niño y, en definitiva, en la actitud que tiene que tener toda
persona para poder captar los secretos del Reino.
¿Significa que hemos de infantilizarnos para entrar en esos
secretos? No es igual infantilizarse con actitudes inmaduras que “hacerse como
niños” con la bondad natural del niño. Lo que Jesús ve en el niño (y más en
aquel niño de entonces) era toda una predisposición a la inocencia que aleja
toda malicia, a la sencillez que no da lugar a la doblez de los colmillos
retorcidos. Es –podríamos decir- la naturaleza pura del Paraíso antes de ser
inficionado el hombre por la serpiente infernal. Con lo que juntamos el sentido
de las dos lecturas de hoy y rompemos ese veneno de la egolatría que tanto daño
hace al hombre malamente endiosado del momento actual.
Bueno, si nos imaginamos a aquellos niños impuros, sucios, llenos de mocos, podemos comprender a los discípulos que, por un momento nos parecen poco acogedores. Las estampas de Jesús rodeado de niños son muy bonitas pero no son reales. Cuando Jesús abraza a los niños, abraza a toda la Humanidad para compartir todo su dolor y todas sus alegrías.Los niños pueden ser fruto del amor o de la violencia. Los niños llevan alegría y los de aquel tiempo andan muy desaliñados. Jesús los abraza. Jesús acoge a las personas tal cual son.
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