Liturgia
El relato de hoy en el Génesis (3, 9-24) es de una
emotividad espléndida. Nos presenta a Dios que baja al jardín para pasearse a la hora de la brisa de la
tarde. Era una acción de todos los días. Algo así como Dios que se
encuentra con sus amigos –que lo esperan cada tarde en esa hora apacible- y
pasean por el jardín. Pero aquel día no estaban donde siempre. Y Dios preguntó:
Adán, ¿dónde estás? Y Adán contesta: Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo,
porque estaba desnudo, y me escondí. Muy nuevo se le hacía a Dios aquello.
¿Cómo es que hoy han cambiado tanto las cosas respecto a ayer? ¿Cómo es que hoy
tienen miedo el hombre y la mujer, cuando ayer éramos buenos amigos? ¿Cómo es
que hoy se esconde por estar desnudo? Y como quien no puede entender (diríamos
en humano), Dios pregunta ahora alarmado: ¿Quién
te informó que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol que te prohibí
comer? Casi diríamos que Dios no puede creer aquello.
Y viene la reacción de Adán: algo así como quien dice: “Yo
no” La mujer que me diste… Y Dios va
pacientemente a Eva y le pregunta. Y lo mismo: Yo no; la serpiente que tú creaste… Al final las culpas eran de Dios… ¡Qué
fácil es culpar a Dios! Bien vemos que no es la única vez que eso sucede…, que
sigue la historia en nuestros tiempos y se le echan las culpas a Dios, de
aquello que nosotros libremente hemos hecho.
Dios se dirigió a la serpiente y la maldijo. Había roto la
vida. Había roto el plan de Dios. Pero Dios no se dejaba vencer por aquello y
opta por encender una luz en medio de aquella tiniebla. Y le dice a la
serpiente: Pondré enemistades entre ti y
la Mujer, entre tu descendencia y la suya. Y el descendiente aplastará tu
cabeza mientras tú le hieres en el talón. En medio del desastre, Dios
anuncia una restauración, a través de otro hombre y otra mujer.
A Eva le anuncia que tendrá que padecer, y a Adán que ahora
tendrá que sacar los frutos de la tierra a golpe de azada y con el sudor de su
frente, hasta que llegue el momento de volver a la tierra de donde salió. Ya no
será la vida de ellos un paraíso. Mirad
al hombre que se ha hecho ya uno de nosotros en el conocimiento del bien y del
mal…, dice Dios con dolor e ironía llena de pena. Y Dios los expulsa del Edén y pone dos querubines con espada de
fuego impidiendo el paso al árbol de la vida. Lo habían desgajado una vez. No
quería Dios que pasara la segunda. Les hizo unas túnicas que les abrigaran y
cubrieran su desnudez y les hizo salir del jardín.
Aquí ha llegado el autor del libro al meollo de la cuestión
que buscaba: ha habido un verdadero cataclismo que ha destruido el primer sueño
de Dios. Y aunque Dios promete rehacer un segundo proyecto, ya se ha
desencadenado el mal. No hizo Dios el mal. El hombre fue capaz de destruir el
bien…, lo que estaba bien hecho. Y ha sido el origen del mal. Se irá ahondando
esa situación en capítulos posteriores y quedará más claro lo que supone haber
desencadenado las fuerzas del mal. Pero el origen del mal ha quedado muy claro.
Mc 8, 1-10: Como
había mucha gente y no tenían qué comer, Jesús llamó a sus discípulos y les
dijo: “Me da lástima de esta gente; llevan ya tres días conmigo y no tienen qué
comer, y si los despido a sus casas en ayunas, se van a desmayar por el camino.
Algunos han venido de lejos”.
En Mc. es Jesús quien toma la iniciativa. Quien se hace
cargo de la situación y quien siente lástima de aquellas gentes. Es Jesús quien
se hace la observación de que despedirlos en ayunas es inhumano porque vienen
con él y algunos vienen de lejos. Y se lo dice a sus discípulos, que
inmediatamente piensan que aquello no tiene solución: ¿De dónde se puede sacar pan, aquí en despoblado, para que queden
satisfechos? La realidad era que sólo tenían ellos siete panes…
Y Jesús les hace sentar a todos en el suelo y toma los siete panes y pronuncia
la acción de gracias y los parte. Y va dando un trozo de pan a cada apóstol
para que los dé a las gentes… (¿qué pensarían ellos que podían hacer con medio
pan a repartir entre muchos?). El caso es que daban y siempre quedaba para
seguir repartiendo más. Y comieron todos y se saciaron. Y todavía sobraron
siete canastas.
Ahora ya, comidos y satisfechos, Jesús despide a la
multitud. Ha puesto su poder al servicio de su corazón, y su corazón al
servicio de una muchedumbre hambrienta. Y ahora si puede despedirlos para que
se vayan a sus casas. Luego, él se embarcó con sus discípulos y pasó a otra
región.
Adán, ¿dónde estás?
ResponderEliminarRecapacitando en personal, la verdad es que el relato –casi infantil del paraíso, adquiere unos tintes muy personales cuando lo toma uno en una oración que revierte sobre la verdad de uno mismo. Pienso en ese Dios que sale un día a mi paso y no me encuentra en el lugar en el que él me había soñado, y pregunta: Fulanito, ¿dónde estás? ¿Qué ha pasado que no te encuentro allí donde deberías estar? Mi respuesta se puede parecer a la de Adán: intentar justificarme yo aunque en el fondo eche las culpas a Dios… Lo cual es un hecho cuando yo pretendo justificar mi “ausencia”, y pienso que es que Dios exige mucho, o que Dios no me dio aquellas fuerzas que necesitaba.
Lo que queda es muy claro: yo no he estado en el lugar y en el modo en que me habían situado los sueños de Dios sobre mí. Una vez más se han roto los sueños de Dios, lo mismo que en el Paraíso. Aquel relato no es tan infantil ni tan poético. Tiene su “doble” en mi propia vida.
La diferencia está en la continuación: Dios no me “expulsa”. Dios sigue cultivando mi campo, con nuevas gracias y nuevas ilusiones. Dios no se cansa. Y para más abundamiento, ya ha puesto de mi parte al DESCENDIENTE para que él sea quien me atraiga de nuevo desde su misma “herida en el talón” por parte de mi pecado y mis deficiencias, pero “aplastando a la serpiente” para que salga triunfador el proyecto de Dios sobre mí. Y lo maravilloso es que al final es ese triunfo suyo el que aparece y en el que él me envuelve para que la mirada de Dios me sea favorable. ADÁN, ¿DÓNDE ESTÁS? Y el nuevo Adán, que me envuelve a mí por completo, puede responder desde su cruz. AQUÍ ESTOY. Y Dios se complacerá en mi misma pobreza que está enriquecida por la sangre de su Hijo.