Liturgia
Sigue la carta a los fieles de Éfeso 4, 1-6. Pablo, desde esa autoridad
que le da ser el prisionero por Cristo,
exhorta desde su prisión a los fieles a que andéis
como pide la vocación a la que habéis sido convocados. Exhortación que debe
llegarnos a nosotros con la misma fuerza porque nosotros también hemos sido
llamados a la misma vocación de la fe en Jesucristo y del proceder de acuerdo
con esa vocación.
Para ello da unas recomendaciones: Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos
mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el
vínculo de la paz. Son unas recomendaciones que Pablo llevaba muy dentro y
que consideraba esenciales para poder vivir acordes con la vocación cristiana.
Ese párrafo viene a ser casi paralelo al de la carta a los colosenses en el
capítulo 3. Es como una base de actuación: la humildad y la amabilidad, la
comprensión y el saber sobrellevarse. Porque Pablo es realista y sabe que todo
no se puede resolver con espiritualismos ni idealismos. Más de una vez ha de
surgir la discrepancia, y entonces la solución no está en ponerse de acuerdo
(porque precisamente no se está de acuerdo). Pero es posible sobrellevarse con amor. Ceder aquí y
allí y darle su espacio al otro y quedarse con otro espacio de forma que se
pueda convivir aun no estando de acuerdo. El secreto es que se lleve todo esforzándose en mantener la unidad del
Espíritu, lo que se consigue cuando hay un equilibrio interior que es el vínculo de la paz.
Desemboca en una especie de cántico emocionado que resume
todo lo que quiere decir: Un solo cuerpo
y un solo Espíritu, como una es la meta de la esperanza en la vocación a la que
habéis sido convocados, Un Señor, una
fe, un bautismo. Un Dios Padre de todo, que lo trasciende todo y lo invade todo.
Es el colofón de ese párrafo que hoy hemos tenido, y que es vibrante como todo
lo que llevamos de la carta a los efesios. En realidad, como vengo diciendo y
más de uno viene observando, una carta más para meditar despacio que para
leerla de corrida.
El evangelio de Lucas (12, 54-59) nos pone ante la
necesidad de saber descubrir y asimilar los signos de los tiempos. Esta
verdad del evangelio, que estaba ahí desde el principio, se puso en valor en
tiempos más recientes por la insistencia de San Juan XXIII, que quiso enfrentar
a todos los cristianos con algo fundamental para vivir la realidad del momento
presente: saber leer los signos de los
tiempos. La fe no puede vivirse de la misma manera en unos siglos que en
otros porque la realidad que aporta la vida, las culturas, los cambios
generacionales, y el avance del pensamiento humano y de las ciencias humanas,
nos obligan a centrar el objeto de la fe dentro de unas circunstancias. De lo
contrario nos quedaríamos fuera de la realidad circundante.
Jesús les saca precisamente a las gentes una comparación
muy sencilla y muy al alcance de la mano: cuando
veis subir una nube por el poniente, decir: “chaparrón tenemos”. Y así sucede.
Cuando sopla el sur decís: “va a hacer bochorno”. Y lo hace. Es decir: se
interpretan los signos exteriores y se acierta. Entonces Jesús les hace caer en
la cuenta de que no son tan perspicaces con esos otros signos que trae la vida:
Hipócritas: si sabéis interpretar el
aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no sabéis interpretar el momento
presente? ¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que se debe hacer?
Miremos en nuestras iglesias y en nuestros cristianos del
pueblo la serie de “detalles” que algunos viven al margen de las pautas
normales del magisterio ordinario de la Iglesia. Pensemos en la serie de
“detalles” que nos llaman la atención porque se salen de lo normal recto, y sin
embargo algunos particulares lo hacen bandera de expresión de su religiosidad
peculiar. Estamos ante el hecho de personas que no han aceptado el cambio
normal de los tiempos y la adaptación de la iglesia a esos tiempos y a esas
realidades. Viven la nostalgia del pasado y ponen la fuerza de su religiosidad
(no podemos llamarlo fe) en mantener o volver a unas formas que han sido ya
superadas.
En el fondo es la falta de madurez de la fe, que pretende
aferrase a unas costumbres del pasado como si en ello fuera la vida de la
religión. Y porque en esa menor madurez, el subconsciente cree que si cambian
algo de su vida religiosa, le han quitado “todo” y “van a perder la fe”. No se
han asimilado los signos del tiempo
presente y se prefiere refugiarse en el pasado, aunque ya la Iglesia haya
dado nuevos pasos en su Magisterio.
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