3, 7-12
Es frecuente que Jesús “huya” de
las situaciones de tensión. Cuando no está por medio la gloria de Dios, la
defensa de la verdad, el servicio directo a una necesidad, Jesús no entra al
trapo de las provocaciones. Y prefiere alejarse del foco de discusión o pelea.
Y así, tras aquello de la sinagoga, donde había curado al paralítico de un
brazo aun frente al silencio amenazante de los fariseos… (que concluyen que hay
que acabar con Él), Jesús opta por la
retirada. Lo veremos muchas veces en ese
modo de obrar. Pone tierra por medio, y hasta muchas veces intenta pasar de incógnito.
Todo, menos caer en la trampa de la discusión inútil, las explicaciones que no
van a ser nunca admitidas por más razones que dé. ¡Tierra por medio!, y esperar
que amaine el temporal.
Así lo vemos ahora que se retiró al mar en compañía de sus discípulos.
Y lo que también es cierto: lo que para
los fariseos era motivo de escándalo y tensión, para la gente sencilla era
nuevo motivo de atracción. Ese Jesús que se la había jugado en el reto de la
sinagoga, había ganado muchos enteros ante la mayoría. Y fue esa mayoría de
gente sencilla, de gente del pueblo, de los “simples”…, quienes se fueron tras
Jesús. Y no sólo de quienes habían
presenciado la escena directamente. El evangelista nos describe una diversa
procedencia de las gentes que le van buscando. Y dice expresamente que era porque habían oído decir cuanto Él hacía.
Queda claro que no se trataba ahora de haberlo escuchado, de que Él haya
llamado… Son sus obras más que sus
mismas palabras las que dan pie a que se vengan a Jesús de tantos sitios y con
tanto deseo de escucharlo.
Jesús tuvo que prevenir a sus discípulos
que tuviesen preparada una barca por si tenía Él que subirse a ella y poder “defenderse”
de aquella avalancha, “para que no le
atropellasen”. Y es que en sus obras
(ahora no era por palabras que enseñaran y atrajeran) le ponían en el punto de
atracción, hasta el paroxismo, de una muchedumbre que lo que veía y entendía
eran las obras. Y Jesús había curado a
muchos que padecían el azote de la enfermedad; había echado demonios esclavizadores
sin darles cuartelillo para defenderse, porque a los “demonios” internos no les
valen razones ni explicaciones ni buenas voluntades. Y Jesús no entra en su
terreno porque sabe que serían explicaciones sin fin y sin fruto. Echa esos “demonios”,
libera esas esclavitudes, y los que estaban poseídos quedan sanados. Y de eso se trata, en definitiva: en sanar. Y
Jesús se lleva de calle a tantas personas sencillas, que han “leído” en las
acciones de Jesús todo lo que les era necesario para sentir la acogida del
hombre bueno que “habla” el lenguaje de la ayuda, de la presencia en el momento
oportuno, del saber estar donde y cuando hay que estar, aun sin tener que
pronunciar palabra.
Los fariseos se han quedado rumiando.
Allá estarán aliándose con los herodianos (y con el mismo demonio, si fuera
necesario) para tramar quitar de en medio a Jesús. No se llegan ni a plantear si la situación
vivida en la sinagoga era tan monocorde como ellos la veían, o si cabría entrar
en duda de sí mismos y de aquel silencio suyo ante una pregunta tan clara y de
frente como la que había hecho Jesús. Los fariseos seguían adelante con su “soniquete”
y no daban ni oportunidad a la posible verdad que encerraba la postura de Jesús.
Ese es el gran problema que hay
detrás de toda discusión, tensión, incomprensión, vano sufrimiento ante estados
de contrariedad. Por lógica, nadie tiene
en sus manos todas las cartas de la baraja cuando son varios los que participan
en una ronda. Cada uno cree tener “sus cartas” como únicas, y lo difícil es
conceder la posibilidad de que hay otras cartas que también entran en el mismo
juego y con las que hay que contar a la hora de entender la jugada completa. Y al final unas cartas ganan y otras pierden,
pero sigue una nueva ronda en que pueden volverse las tornas y entonces será
otro el que gane esa nueva partida. Para
ganarla hay que seguir en el grupo de los jugadores, y saber que cada cual
juega su baza, y que –al final- gana el que permanece. Y no siempre porque sea el mejor ni porque
tenga mejores cartas, sino porque de pronto se ha quedado con toda la baraja
porque se ha quedado solo.
Los fariseos aquellos, los
herodianos…, se quedaron en sus deseos de acabar con Jesús… Desapareció el momento aquel y desaparecieron
(hasta que un nuevo envite les ponga otra vez en ascuas). Jesús siguió adelante. Las gentes lo siguieron
encontrando y recibiendo sus acciones benéficas. Los “demonios” fueron
expulsados. Los discípulos siguieron con Jesús… De seguro que Jesús se buscó
largos ratos de encuentro con Dios porque sólo desde la oración y la búsqueda
podría seguir adelante. Y se planteada
si aquella actuación había sido la mejor o si tendría que haber actuado de otra
manera. La oración no era para Jesús un
tiempo de “seguridades de sí” sino un gozoso momento de “confrontación”: ¿Había
quedado agradado el Padre? ¿Había que
cambiar alguna forma, porque un nuevo momento requeriría una novedad? Ahí está el meollo de una oración, porque la
vida ante Dios no es una posición que se toma “de una vez para siempre” sino
una apertura del alma a esa novedad que va surgiendo en el día a día. El secreto está en perseverar; en seguir ahí,
en saber esperar. Las oportunidades surgen
para quienes siguieron estando. Y aquí no hay palabras. Los hechos son los que
cantan.
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