Colofón del
DOMINGO DE RESURRECCIÓN
La
amplitud substancial que encierra la Resurrección de Jesús, con todos los
acontecimientos del aquel primer día de
la semana, no podía caber en las 24 horas del Domingo más grande del año:
el DOMINGO DE ReSURRECCIÓN. El recuso de
la liturgia ha sido una prolongación de ese domingo a través de toda la semana.
En ella se han ido desenvolviendo los diversos relatos que los evangelistas nos
trasmiten de ese día, cada uno a su modo y con su estilo y finalidad, de
acuerdo con los destinatarios de su evangelio.
Aún quedaba por contar la última aparición de aquella noche, la
aparición y misión de Jesús a sus apóstoles.
Cierto que se ha contado con toda la dramatización apologética que San Lucas
ha querido imprimir como broche final. Pero aún quedaban aspectos muy
importantes que dejar patentes a la historia posterior de la Iglesia. Y San
Juan se encarga de hacerlo para poner broche final a ese domingo.
De
ahí que el Evangelio de hoy polarice la fuerza de la liturgia de hoy. Primero
narra a aparición de Jesús a los Once (y sólo a los Once, lo que ya establece
una gran diferencia y consecuencias con lo contado por Lucas). Y solo a los Once porque San Juan va a
proyectar los efectos eclesiales de aquella jornada. Porque es a los ONCE a quienes Jesús se les viene no a títulos demostrativo de
que vive, sino para que esa su vida se prolongue por todas las generaciones.
El
saludo de Jesús es el típico suyo: LA PAZ A VOSOTROS. Con la particularidad de
que lo repite por dos veces. La primera, sosegando la sorpresa de su presencia:
está allí entre ellos, y está vivo. La segunda, con una proyección de futuro
muy esencial: Como el Padre me envió, así os envío Yo. A partir de ahora Jesús no estará visible,
pero si Presencia y acción sí lo estará en
ellos. Porque soplando sobre ellos les comunica
al Espíritu Santo, y por la fuerza de ese Espíritu Santo, Espíritu del
Resucitado, los apóstoles serán los que perdonen los pecados, para que
queden perdonados, porque a los
que ellos no se los perdonen, no se les perdonan.
Es
muy claro que esta aparición no podía ser paralela con la de San Lucas, en la
que hay terceras personas que no son solo los apóstoles. En San Juan están
ellos y solo ellos, como sacerdotes
constituidos el Jueves Santo, y en razón de su sacerdocio reciben el poder
de consagrar el pan y el vino (haced esto
es memoria mía).
Jesús
está “redondeando” las bases de su Iglesia, y con ello, su Presencia continuada
y su acción permanente en esa Iglesia. Está poniendo por delante de todos ese
amor con que Dios quiere perpetuar su obra entre los hombres, y como Jesús se
va al Cielo, acabado su periplo en la Tierra, lo hace en estas instituciones
sacramentales, que hacen presente a Dios y a Cristo, mientras el mundo sea
mundo.
Pero
esa fiesta quedaba de alguna manera “estropeada” por la ausencia de uno de los
Once. Y cuando regresó adonde estaban
los compañeros, ellos le acogieron con la inmensa alegría comunicativa de haber visto
al Señor. Pero el temperamento
de Tomás era el que era (y ya lo conocemos por otros hechos evangélicos), y se
pelea consigo mismo por no haber estado allí.
Pero –lo típico- reacciona feamente como si fueran los otros (hasta el
mismo Jesús) quien tuviera que estar a su servicio. Y responde –dañando los
sentimientos alegres de los otras Diez- imponiendo condiciones muy fuertes para
CREER. Empezado por ver él, y siguiendo por comprobar
él. Y nada menos que tocando yo…, metiendo mis dedos yo en los
agujeros de sus clavos, y hasta metiendo el puño en su costado. Unas condiciones drásticas para creer.
¿Pudo
Jesús dejarlo en su incredulidad y testarudez?
- Pudo. Pero aquí funciona su divina misericordia, y –a los ocho días, y
con todas puertas bien apestilladas-, aparece Jesús y aparece saludando con SU
PAZ, su signo distintivo al que ninguna falla humana puede desactivar. Y con delicadeza y con fortaleza, se dirige a
Tomás y le hace cumplir sus condiciones
para creer. Y cuando Tomás se
encuentra ahora deshecho porque se ha dado cuenta de lo improcedente de sus
exigencias, sobrepasa lo que toca y lo que ve, y mucho más allá de lo que es creer
en que realmente Jesús es aquel resucitado, lo que confiesa en auténtico acto
de fe es que Jesús es el SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO. Jesús es MISERICORDIA, bondad, cercanía,
AMOR, Corazón abierto y traspasado…, el amor
eterno de Dios que se ha hecho patente.
Ese
amor que la primera lectura nos hace ver como experiencia adquirida de la
comunidad cristiana, que hace que la
gente se haga lenguas del modo diferente que tienen los que siguen a
Cristo, que atrae tanto que muchos se le unen; muchos traen a sus enfermos para
queden curados por la fuerza de aquella nueva realidad. Ese amor que narra Juan
en el simbolismo del Apocalipsis, en que lo que estamos palpando hoy es el AMOR
DEL PADRE DIOS, el Dios excelso del Cielo, donde Cristo está ya sentad a la
derecha de Dios: Cristo, el primero y el
último, el todo del todo, el vencedor
de la muerte y del Infierno…, cuya obra se prologará por siempre.
Es
la misma Eucaristía que nos patentiza esa victoria definitiva, en la que
estamos ya inmersos nosotros, fruto del AMOR DEL CORAZÓN DE DIOS.
Tal vez no haya mucho paralelismo, pero para mí esa actitud de Tomás, se asemeja a esos momentos en que nos cuestionamos ante las adversidades un "dónde está Dios". El, permanece "visible" en todos los momentos de nuestra vida y mucho más en los momentos de Cruz.
ResponderEliminar¡¡SEÑOR MÍO y DIOS MIO!Cuatro palabras inagotables.Encierran un acto de fe,de adoración y de entrega sin límites.LaTradición nos dice que el Apóstol morirá mártir por la fe en su Señor.
ResponderEliminarEstas palabras nos pueden servir también a nosotros para actualizar nuestra fe y nuestro amor a Cristo Resucitado en cualquier momento del día,y sobre todo en el momento de la Consagración de la Santa Misa dónde Jesús se hace realmente presente en la Hostia Santa.