APARICIÓN A TOMÁS
Estaban cerradas las puertas. Como la primera vez. De hecho Jesús
no tenía “carne y huesos” porque la carne y los huesos no pueden traspasar
paredes ni puertas. Jesús está allí como Resucitado, como esa novedad absoluta
que es una apariencia visible, propia del ser ya glorioso. Y que de momento Jesús
conserva para poder ser visto y comprobado. Saludó como era su modo habitual:
PAZ A VOSOTROS. Debió hacerse un silencio profundo. Ni Tomás tuvo resuello para
más, ni los compañeros quisieron humillarlo. Fue Jesús quien se dirigió
directamente a Tomás y lo llamó: Ven aquí
Tomás. Mira mis manos. Trae tu dedo y mételo en mi mano. Trae tu mano y métela
en mi costado… Yo quiero imaginar a
Tomás echado por los suelos, no sólo en su caer de rodillas ante Jesús, sino en
ese sentimiento de hombre avergonzado por todo lo que ha dicho anteriormente. Tomás
no querría ni mirar, ni levantar los ojos.
Tomás está ciertamente ante Jesús y lo estará tocando porque Jesús mismo
le está llevando la mano… Pero Tomás no querría seguir… Y lo que es más sublime, Tomás no se queda en
reconocer que, en efecto, aquel es Jesús, su Maestro de siempre y luego
crucificado. Tomás en este instante está de rodillas y está viendo a Dios en
Jesús, y en Jesús al “Señor”, la expresión propia de Cristo resucitado. Entonces lo que Tomás confiesa es un inmenso
acto de fe, distinto todo de lo que toca y pala. Confiesa al SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO.
Quiero romper una lanza a favor
nuestro, los creyentes, cuando nos encontramos ante el Pan de la Eucaristía. Es
Pan, sabe a pan, se muestra a los fieles…, y ven pan. Sin embargo decimos,
llevados de la mano de la Iglesia, y mirando
la Sagrada Forma, la Hostia consagrada: SEÑOR
MÍO Y DIOS MÍO. Confesamos lo que no vemos, estamos en un acto de fe
igual al de Tomás. Estamos saltándonos lo visible y estamos viendo lo invisible…; estamos ante el
ACTO DE FE. Y somos dichosos porque creemos sin haber visto. Tal como lo anunció Jesús. Jesús corrigió las palabras aquellas primeras
–intempestivas- de Tomás, por las que exigió ver y tocar, y le dijo: Porque has visto, has creído Y la fe no necesita, ni requiere ni se
enriquece por ver ni por sentir más al fondo. La fe es un acto profundísimo del
alma, y responde a un DON DE DIOS que nadie puede forzar.
Yo veo a tantos que no pueden
entender a los que no creen… No saben que ellos creen porque Dios les sembró la
semilla de la fe, y que eso fue un puro regalo. Y que ese regalo llevó lazos y
adornos de colores que uno no puede agradecer suficientemente: los padres que
tuvimos, los colegios, los compañeros, los ambientes, la nación o el lugar donde
nacimos; el Bautismo que recibimos por puro regalo que nos llegó sin ser
siquiera conscientes de ello… Y nunca
sabremos agradecer suficientemente tantas circunstancias favorables que forman
parte de ese DON SUPREMO de la fe que nos infundió Dios.
He conocido personas muy
honradas, que han buscado, preguntado, estudiado, con ahínco esa FE… Y sin embargo no la han encontrado… El
misterio de la Gracia, el misterio que no podemos más que constatar, pero que
no podremos “comprender”. ¿Por qué yo sí
recibí ese don y otros no? Luego –caso aparte- es el de los que recibieron esa
fe y hasta los medios para regar esa planta tan delicada…, pero no la
cultivaron, no la cuidaron…, y se encontraron un día en el vacío de la fe…, en
la impermeabilidad de la razón irracional, que creyó ser el máximo que tiene el
ser humano. Y precisamente lo más hermoso de la razón es llegar a razonar que
no puede llegar a todo por sus fuerzas, porque queda evidencia de las muchas
cosas a las que la razón no llega ni puede alcanzar, y que sin embargo están ahí,
y están delante en el día a día. No hay cosa más irracional que pretender hacer
de la razón la suprema razón que todo lo abarca. Y se echa uno las manos a la cabeza cuando los
intelectuales se convierten en paladines de la incredulidad siendo así que son
quienes más cerca tienen las pruebas para creer. Ya lo dice el libro de la
sabiduría: Son vacuos los que teniendo la
creación delante, no descubren al Artífice; y San Pablo en la carta a los
fieles de Roma también se lo dice, porque teniendo
delante las obras, son incapaces de descubrir al autor de ellas. Un sabio pretendió mofarse de un labriego
porque el hombre creía en Dios. Le
intentó convencer de la necedad que es la fe.
El labriego le pidió al sabio que le acompañara hasta la noche… Y a la
noche lo sacó afuera de su choza y le hizo mirar al firmamento tachonado de
millones de puntos brillantes, cada uno en su lugar…, y en esa extrema belleza:
y le dijo al intelectual: eso es lo que
me hace creer.
A mí me hace creer también que
unos pobres puedan ser felices, que unos ricos necesiten orar a Dios, que un
enfermo siga esperanzado, que un sano amanezca agradeciendo a Dios… Que un ser empiece a existir por la conjunción
de otros dos; que un niño tenga la mirada limpia, que un anciano siga teniendo ilusiones…
Que una Eucaristía llegue a cambiar una actitud,
y que una persona se arrodille ante un sacerdote para confesarse pecador, y salir
de allí con la alegría –no simplemente natural- de saberse perdonado por Dios. Creo cuando veo la florecilla silvestre que
adorna unas horas…, pero que da color a la naturaleza, y cuando veo los álamos
gigantes que parecen flechas hacia el cielo. Creo cuando pienso en la perfección
del cuerpo humano, en que un mosquito tenga plena vida y todos los órganos necesarios…,
y cuando una persona dona un riñón a otra, o da la vida por la persona que ama.
Todo eso es lo que me hace caer de rodillas y pronunciar desde lo más íntimo de
mi ser: Señor mío y Dios mío.
Me basta mirarme a mí, con tantas
limitaciones, con gantas carencias, con juna decrepitud que me ponen los años…,
y levantarme cada día con una ilusión inmensa, y seguir teniendo el deseo de
sacarle partido a ese día, una parte por el bien que me es para mí mismo; y
muchas veces porque vivo pensando en lo que puedo aportar a otros. Y por eso me resulta tan difícil comprender el
egoísmo de personas formadas y aun espirituales, que parecen estarse mirando su
ombligo, como si nadie existiera a su vera.
La fe nos da un criterio estable que orienta,y la firmeza de los Apóstoles para llevarlo a la práctica.Nos da una visión clara del mundo, del valor de las cosas y de las personas, de los verdaderos y falsos bienes...Sin Dios,el mundo deja de entenderse.El aspecto más siniestro de la época moderna consiste en la absurda tentación de querer construir un orden temporal y fecundo sin Dios, único fundamento en el que puede sostenerse.
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