EL BAÚL DE LOS TESOROS
El Evangelio de San Juan, en un sobreañadido
final, nos abre el cofre de unas experiencias pascuales de riqueza
impresionante, que nos darán para más de
un día. Ese capítulo 21 es como un arca de grandes enseñanzas.
Empezando por el principio, están juntos siete
discípulos de Jesús; al menos cuatro de ellos son pescadores: Simón, Andrés,
Santiago y Juan. Natanael (Bartolomé) no parce ser muy ducho en el tema. Y hay
otros dos a quienes no se les identifica en el relato. Los que convivieron tres
años junto a Jesús, y una buena parte de su vida conviviendo con Él (desde que
los eligió como apóstoles), siguen
formando ese grupo que ahora mismo lo pudiéramos llamar “informal”, pero de
personas que ya no saben vivir sino juntos.
Cada uno sigue conservando sus características propias personales, si
bien es verdad que algo nuevo hay en ellos, y se deduce fácilmente del relato.
Simón es el siempre espontáneo Simón que no se
las piensa dos veces, que no es que dice: “estoy pensando hacer…”, sino que
rompe por la calle de en medio y dice taxativamente: Me voy a pescar. Yo
imaginaría esa escena un mes antes, y vería a los demás echándosele encima,
porque no ha preguntado, no ha
contado con nadie… Pero nos venimos a
este momento y la reacción de los otros seis es tan simple y normal como: “y nosotros vamos contigo”. El grupo se siente grupo y eso está por
encima. Mejor aún: no hay problema: vamos contigo y nos estamos juntos…
¿Por qué irse a pescar? Caben dos explicaciones: una, muy simple:
porque es lo que la mayoría sabe hacer, y después de todo es una distracción
que necesitan en este impasse en que están todavía. Otra explicación será más
“práctica”: tienen que comer y no tienen muchos medios a los que echar mano. Y
saben pescar… Y con un poquito de hoy y otro de pasado mañana, comerán…, se
sacarán unas monedas para comprar lo que necesitan…
Y se embarcan, y reman como
unos doscientos metros, lo normal de siempre para hacer sus pescas. Y Simón se
pone a echar la red…, y se encuentra con la primera sorpresa: no pesca
nada. Nadie se altera. Nadie comenta.
Nadie tiene una palabra irónica o molesta.
No hay pesca…, pero están juntos.
Y si no hay peces, ellos pueden seguir en su barca y conversar, sacar
recuerdos, o dormir quien quiera hacerlo. No hay peces pero no pasa nada que
vaya a estropear la sana armonía. Ni unos por haberse adelantado, ni otros
porque no hayan asistido de cerca a una pesca. Bien puede decirse que aquí no
hay “tuyo y mío”, “yo y tú”.
El famoso discípulo amado no pasa por alto la
situación. Por decirlo así ve con otros ojos que los que pudieran verse en la
materialidad de los hechos. Y rumia dentro de sí…: “Aquí pasa algo nuevo…” Y transcurrió la noche con siete hombres en
una pequeña barca de pesca y sigue habiendo el clima bueno que ha existido
desde el principio. Es posible que Simón
intentara alguna vez más recoger algo en su red, pero era evidente que no había
nada que hacer.
Y llegamos a las brumas del
amanecer. En medio de la noche “en
blanco” una silueta se divisa en la playa.
Y para más inri, sólo se le ocurre preguntar a voces a los de la barca: “Muchachos, ¿tenéis pescado?”. En otro momento hubiera sido para saltar…
Ahora se limitan a decir que “NO”… Y el
hombre de la playa les dice que echen la
red a la derecha de la barca. Dicen los entendidos del Lago que existe una
visión desde la playa que no se tiene desde la barca: que hay una buena colonia
de peces y que, teniéndola tan cerca, no la pueden descubrir.
¿Y
qué trabajo les costaba? Y echaron la
red…, ¡y hubo pesca abundante y hasta llamativa por el tamaño de aquellos
pescados! ¡Hasta aquí hemos llegado!,
pensó el discípulo amado, porque ya
son muchas cosas las que ha estado “viendo” desde su “atalaya” de observación.
Hay cosas que se ven con los ojos de la cara y otras que se ven desde otra
visión de mucha mayor profundidad. Y ese discípulo,
que trasciende lo puramente humano y palpable, acaba musitando al oído de Simón
la palabra soberana que lo explica todo. No sólo este “todo” actual, sino todos
los “todos” que se van dando en la vida.
Es
como la visión de la fe, la gran fuerza de la Resurrección, algo inexpresable
que hace posible descubrir –tras- los más variados sucesos, que la Presencia de
Jesús es permanente, y que todo tiene su “traducción” a esa realidad: “ES EL
SEÑOR”. Indiscutiblemente que el Señor se fue presentando todo el
domingo en una figura que ninguno supo descubrir a la primera. Vieron
fantasmas, peregrinos, jardineros… Y
hasta se nos dice –en el relato de Emaús- que “sus ojos estaban presos”. Como si una venda o unos barrotes impidieran
ver la figura del Resucitado en su ser “natural”. Jesús sigue apareciendo en el
largo período pascual que continúa en nuestros días, con unas figuras difíciles
de detectar Presencia divina a la primera de cambio. Jesús tiene aspectos de “peregrino” que va de
paso y que hasta parece despedirse y seguir otra ruta; o de jardinero ladrón de
cadáveres, o de fantasma que amedrenta con su “sábana” volandera. ¡Y sin
embargo, ES EL SEÑOR.
Y
lo sigue siendo en el desamor de la persona cercana, en el dolor de sentirse
ignorado, en la mala respuesta de una persona a la que se le hubiera querido
ofrecer una luz y evitar que se siguiera equivocando… En el otro u otra que
reacciona ofendiendo, en el que da la bofetada sin manos en el rostro de quien
quería darle una ayuda… En el pordiosero que no tiene de malo ser pordiosero
sino engañar y hasta robar. En el mafioso que manipula a esos pedigüeños a los
que creemos ayudar con nuestra limosna, y en realidad son víctimas de un
“chulo” que los utiliza y los maltrata. Jesús se ha atrevido a SER EL SEÑOR en
medio de las situaciones sucias de una sociedad que traspasa todos los límites
morales y religiosos… Realmente hay que
revestirse de ojos de águila de “discípulo amado” (que escribe desde otras
perspectivas muy distintas, y trasmite alturas que no son las humanas). Detrás
de cada situación, ¡¡¡ES EL SEÑOR!!!, aunque desfigurado.
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