LITURGIA
Moisés plantó la Tienda del Encuentro fuera del
campamento. Allí se dirigía él a orar, y se hacía sensible la presencia de Dios
en aquella humareda que cubría el santuario. Todo el pueblo sabía que Dios
había bajado a hablar con Moisés y todo el pueblo se salía de su tienda y se
prosternaba mientras el humo denso cubría aquella tienda del Encuentro.
Dice el texto que Dios
hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre a su amigo. Era algo
especial. Y el Señor se describe a sí mismo como Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y
lealtad, misericordioso hasta la milésima generación, y por tanto sin
resabios sobre el pecador, al que ciertamente corrige pero no deja de
bendecirlo y hacerlo objeto de su misericordia.
Va con el estilo del escritor judío presentar a Dios como
quien no deja impune y castiga la culpa
de los padres en los hijos y nietos hasta la tercera y la cuarta generación.
Pero es evidente que eso se contradice con esa misericordia por mil
generaciones. Otra cosa es que corrige,
porque Dios, como buen padre, no deja que lo mal hecho permanezca mal hecho.
Esto es lo que tanto deberíamos de insistir en nuestras
confesiones. No puede ser que una situación anómala se repita una y dos y
cincuenta veces, y que no se centre seriamente la atención en el propósito para
huir o evitar las ocasiones. Dios corrige. Dios llama la atención. Dios no
puede quedar ausente de ese fallo repetido, porque se han puesto las mismas
bases siempre para que finalmente se acabe repitiendo. Ahí se compaginan los
dos párrafos señalados antes: Dios compasivo hasta la milésima generación, y
Dios que no transige con el pecado. Y se acaban creando vicios que pasan de
padres a hijos y de hijos a nietos, y que más de una vez se reflejan en la
salud deteriorada de las siguientes generaciones.
Moisés se echó por tierra y rogó a favor del pueblo, muy a
sabiendas de que es un pueblo de dura
cerviz, pero no por eso dejes de salir con nosotros, y perdona nuestras culpas.
El SALMO (102) que apoya la idea de la lectura, nos hace
repetir una y otra vez: El Señor es compasivo y misericordioso.
No es fácil tocar con
detalle el evangelio de hoy (Mt.13,36-43) cuando la parábola de la cizaña en sí
misma está ya explicada. Lo que no quita que acojamos con devoción la propia
palabra de Jesús, que explica a sus discípulos esa parábola, a petición de
ellos mismos.
«El que
siembra la buena semilla es el Hijo del hombre”. Jesús en persona…: ese es el
evangelio. El evangelio no es un libro; es una vida. Y esa vida nos trae la
propia presencia de Jesús que viene a sembrar en nosotros el buen trigo, la
buena semilla.
El campo es el mundo: nosotros y todos
los demás, aunque la buena semilla son
los ciudadanos del reino, aquellos que acogen la palabra de Jesús; la cizaña son los partidarios del Maligno:
no es una semilla mala sino los propios hombres malos, que siguen las
enseñanzas y tentaciones del Maligno. El enemigo
que la siembra es el diablo. Jesús se toma en serio la existencia del
diablo, y lo presenta como agente del mal y enemigo del bien. La cosecha
es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Y el final del tiempo no
es una fecha lejana; es el final de la vida de cada uno, que ha convivido en su
vida con “ciudadanos del reino” y con “los partidarios del Maligno”. La lucha
de cada día, que se realiza –lo digo gráficamente- bajo las dos fuerzas de
“nuestro ángel de la guarda” y del “demonio de nuestra condenación”
Lo mismo que se arranca la cizaña y se
echa al fuego, así será al final de los tiempos: el Hijo del hombre enviará a
sus ángeles y arrancarán de su reino todos los escándalos y a todos los que
obran iniquidad, y los arrojarán al horno de fuego; allí será el llanto y el
rechinar de dientes.
Hay un momento en que las cosas se ponen en su sitio. La cizaña y el sembrador
de cizaña, van al horno de fuego. Los ciudadanos del reino, quedan liberados de
las fuerzas del mal y van con los ángeles:
Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre.
El
final es el grito de atención: El que
tenga oídos, que oiga. Una palabra que repite Jesús de vez en cuando para
hacernos saber que lo que toca a él, está dicho. Y que somos nosotros los que
tenemos que OÍR. Y más que con el oído, con el corazón y con una actitud de
decisión. El que no se entera es porque está sordo con la peor sordera que
puede tenerse: la del que no quiere oír.
Que la Virgen Santísima, Reina de los ángeles,nos ayude a vivir nuestra libertad en practicar el bien y no consentirla tentación del mal.Muchas gracias Cantero por sus comentarios.
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