LITURGIA
El Señor había dicho claramente que no se
hiciesen imágenes de Dios, y el pueblo había asentido con solemnidad: “Haremos
lo que diga el Señor”. Moisés sube al Monte, y allí Dios le graba las tablas de
la Ley por delante y por detrás, y ya bajaba hacia el pueblo, cuando Josué
advirtió que había gritos en el campamento. (Ex.32,15-24.30-34). Moisés intuye
que no son gritos de victoria ni de derrota sino cantos, y cuando se acerca, ve
con estupor que el pueblo está adorando a una esfinge a la que aclama como a su
Dios.
Moisés tira las tablas contra el suelo pregunta a Aarón qué
es lo que ha hecho. No ha construido un ídolo, sino ha ofrecido al pueblo lo
que el pueblo necesitaba: materializar de alguna manera la presencia de Dios.
El tema no era haber construido un ídolo sino haber hecho una imagen de Dios,
algo que expresamente Dios había pedido que no se hiciera.
Aarón lo explica con toda sencillez: Me dijeron: Haznos un Dios. Y yo les pedí el oro y
lo eché al fuego y salió esa figura.
Con una narración muy típica hebrea, y por tanto de
carácter punitivo, nos dice el autor que Moisés hizo triturar el becerro,
hacerlo polvo, y echarlo al río, haciéndoselo
beber al pueblo. Naturalmente no se trata de hacer beber el metal como tal,
sino que al echarlo al río, era el río de donde tenían que beber.
Moisés les hace ver que han cometido un pecado muy grave. Pero ahora subiré al Señor. Y su oración
es de enorme fuerza: O perdonas al
pueblo, o me borras del libro de la vida. Dios responde que lo sufrirá el que
haya pecado pero no Moisés. Ahora ve y
guía a tu pueblo al sitio que te dije: mi ángel irá delante de ti.
Y el SALMO que corea la
narración anterior, viene a ser optimista y confiado: Dad gracias al Señor porque es bueno. (105)
Pasamos al evangelio, que continúa con nuevas parábolas (Mt. 13,31-35). Primero está la
parábola del grano de mostaza. El Reino
de los cielos se parece… El grano de mostaza es inicialmente una semilla
muy pequeña. Pero cuando se siembra, acaba creciendo y formando un arbusto donde
los mismos pájaros viene a anidar en sus ramas.
El Reino no es de multitudes. No es de relumbrones. El
Reino es algo pequeño que tiene la vocación de hacerse grande y acoger a todos
los que se acercan. Quizás sea ésta una lección muy útil en los momentos
actuales. Hemos vivido períodos de cristiandad, en los que las masas aceptaban
los postulados del Reino. Pero ya vemos en qué ha quedado. Hoy las masas se han
alejado. Quedamos “un resto” (como en los tiempos de la deportación de
Babilonia). “Un resto” que no significa que seamos pocos, pero sí que la
Iglesia no es masa. Y que tenemos que vivir la humildad del fracaso humano,
pero la confianza en que la barca de la Iglesia no se hunde, y en ella
navegamos con toda la incertidumbre de “migrantes” que no sabemos si llegamos a
puerto…, y con toda la certeza de que las fuerzas del infierno no pueden contra
ella.
Pero hay más: ya no somos “cristiandad”. Ya no se está en
el Reino por el hecho de nacer y seguirse indiscutiblemente un bautismo y una
formación familiar en la fe. Ahora cada uno de los que estamos y creemos,
tenemos que sentirnos levadura, cuya
misión –dentro de ser tan pequeño el fermento-, tiene que fermentar toda la
masa. Es una llamada urgente a la misión, al apostolado, a ser testigos que
tienen que manifestar en sus vidas que el Reino está ahí y que su vocación es
extenderse. Una misión que va mucho más “boca a boca”, contagio de hombres y
mujeres convencidos de que el Reino está ahí y que hay que comunicarlo.
La “fe entra por el oído”, dice Pablo. Las familias
modernas no hablan a sus hijos de esa vía. No les proporcionan el camino. No
bautizan. No les inculcan los principios evangélicos, no hablan de Cristo, no
les hablan de Dios. Ahí es donde la levadura tiene que actuar. Y hemos de sentirnos
levadura que –partiendo de lo poco que somos y podemos-, ponemos todas nuestras
posibilidades al servicio de la causa de Jesús. Con menos empezó Jesús su obra:
la Palabra esparcida, y doce hombres de muy poca cultura, entusiasmados con la
causa del Maestro. Y eso llegó a invadir el mundo y sembrar de rasgos
cristianos el arte, la arquitectura, la literatura, la poesía…, y el mundo
entero que había encontrado una creación cristiana que les hablaba de lo
sublime y grande de Dios.
¡Pobre mundo el de hoy, que ha dejado de lado la
inspiración cristiana y la referencia a un Dios que está por encima de todo!
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