BEATO FRANCISCO BERNARDO DE HOYOS, jesuita.
Sin
haber empezado el cuarto curso de Teología ni llegado a la edad necesaria
para ser sacerdote, sus superiores pidieron una dispensa especial, con la que
pudo ser ordenado presbítero el 2 de enero de 1735.
Cuatro días después celebró su primera misa en el Colegio de San Ignacio de
Valladolid. Pocas semanas después enfermó de tifus,
agravándose su estado desde el 19 de noviembre y falleciendo el 29 de ese mes
con sólo 24 años, 3 meses y 9 días. Sus restos fueron enterrados en ese mismo
edificio y después trasladados, sin que se sepa actualmente su paradero.
Durante
sus estudios de Teología, contando con 21 años, conoció el culto al Sagrado Corazón de
Jesús al encontrar el libro El culto al sacratísimo
Corazón de Jesús del Padre José de Gallifet, S. J. En palabras del
Padre Hoyos: Yo, que no había oído jamás tal cosa, empecé a leer el
origen del culto del Corazón de nuestro amor Jesús, y sentí en mi espíritu un
extraordinario movimiento fuerte, suave y nada arrebatado ni impetuoso, con el
cual me fui luego al punto delante del Señor sacramentado a ofrecerme a su
Corazón para cooperar cuanto pudiese a lo menos con oraciones a la extensión de
su culto. No pude echar de mí este pensamiento hasta que, adorando la mañana
siguiente al Señor en la hostia consagrada, me dijo clara y distintamente que
quería, por mi medio, extender el culto de su Corazón sacrosanto para comunicar
a muchos sus dones.
Liturgia:
Ap.18,1-2.21-23; 19,1-3.9) La
revelación nos presenta a un ángel poderoso (bajaba del cielo con gran poder y
autoridad) y luminoso (su luz expresa el resplandor de los seres celestiales
que ilumina toda la tierra). Habla a los cristianos de Roma (considerada como
la Babilonia del momento) y anuncia su caída estrepitosa. [=convertida en
desierto y lugar impuro]. El mensajero poderoso clama con voz profunda la caída
de Roma. Y como Jeremías (en su profecía contra Babilonia), así se repite en
Roma, la Gran Ciudad, que se hundirá para siempre.
El ángel anuncia entonces: no se oirán
ya allí ni arpas, ni flautas, ni murmullo de molino, ni brillará lámpara ni voz
de novios. Nada que suene a fiesta. Nada que suene a alegría. Razón de ese
desastre: la corrupción moral, sortilegios y hechicerías, y haber vertido
sangre de mártires.
Sigue
el júbilo celestial, cantando alabanzas a Dios [Aleluyas], y el júbilo
desbordado por la Gloria de Dios que ha condenado a Roma (la gran prostituta)
que corrompía la tierra y había derramado tanta sangre de cristianos. Y el
ángel encarga escribir todo eso para que quede constancia, y proclame dichosos
los invitados a las bodas del Cordero.
Pasamos al evangelio (Lc.21,20-28). Como puede verse hay un montaje de planos
evidente en que la destrucción de Jerusalén llama a mirar al tiempo final de la
historia, cuando el Hijo del hombre
vendrá con gran poder y majestad sobre una nube, es decir, fuera ya de la
realidad de la historia de la tierra.
La destrucción de Jerusalén está
expresada con un dramatismo muy fuerte, y con una serie de detalles que revelan
la gran violencia de aquellos días. Y que hace pensar en lo que será el final
de los hombres sobre la tierra.
Nos avisa Jesús que cuando empiece a suceder eso haya un
movimiento de vida y optimismo, que está expresado en ese: levantaos, poneos en pie, mirad con esperanza, alzad la cabeza: se acerca
vuestra liberación. El final no es un desastre. El final es en realidad
un principio, un comienzo, el encuentro con el Salvador, que ha triunfado y nos
trae la libertad.
Es el resumen de la vida de cada
persona. Vendrán días de destrucción y angustia, en esa lucha que se libra
entre la vida y la muerte. La apariencia es trágica. Jesús lo expresa con esa
serie de comparaciones: el que está en el
campo, que no vuelva a la ciudad, y los que están en la ciudad, que se alejen.
Caerán a filo de espada, los llevarán cautivos a todas las naciones, Jerusalén
será pisoteada por los gentiles…
Y más allá del cataclismo en la
ciudad, habrá signos en el sol, la luna,
las estrellas…, signos en el sol, la luna, las estrellas… Y en la tierra
(vuelve de nuevo esa visión) angustia de
las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres
quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima
al mundo, pues las potencias del cielo temblarán
Es entonces cuando más allá de todo
ese cuadro espantoso, aparecerá el Hijo del hombre sobre las nubes, con gran
poder y majestad. Más allá del desastre de la muerte, se erguirá triunfal la
figura de Jesucristo, que trae la liberación definitiva. Cada persona se
encontrará con él. Aunque ese “fin del mundo” no es para cada cual el final de
los tiempos sino el final de “su tiempo”, cuando llegue el momento de pasar de
este mundo al Padre, en los brazos del Cristo Salvador.
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