Liturgia:
Hoy
hay que depender totalmente de los estudiosos del texto, porque todo va en
lenguaje simbólico. Tras muchas y difíciles
comparaciones, parece referirse todo al hostigamiento de otros pueblos contra
el Imperio Romano. Sería algo semejante
a lo que hizo el rey Ciro destruyendo el poder de Babilonia para
favorecer al Pueblo de Dios, y por eso es llamado en la Biblia: Cristo,
“ungido”. De ahí el presentarlo como
un “ser semejante a hijo de hombre”, “colocado en nube blanca”, que
indica un ser humano con poder superior.
De
“dentro del santuario que está en el Cielo” sale un ángel, que manda al
de la nube blanca... (está -por tanto- por encima del personaje anterior), y
otro “que sale del altar” de quemar el incienso, “que tiene poder
sobre el fuego” (de quemar el incienso),
y les da orden de realizar la orden divina.
Varias
veces se hace referencia a “la tierra”: “racimos de la viña de la tierra”,
“mies de la tierra”: clara referencia a poderes humanos dañosos.
La hoz afilada que siega
o vendimia la cosecha “madura” (de maldad), y la sangre que sube hasta los bocados de los
caballos”, expresa la gravedad de la derrota de la “bestia” (el Imperio
Romano) lo que, -desde una expresión típicamente
bíblica- sería expresión del castigo pedagógico de Dios, y preludio de la
victoria del Verbo de Dios: Jesucristo
Ya se ve que no hubiera sido posible
descifrar todo ese texto por sus propias palabras. E imagino que según el
comentarista que estudie esto, habrá matices y aplicaciones más inteligibles.
Lc.21,5-11: Algunos se hacían lenguas de la calidad de la piedra del templo y la
riqueza de lo que la adornaba. El templo representaba toda la religiosidad
de un pueblo, y se habían volcado en sus donaciones para poner ante Dios la
mayor riqueza que podían.
Jesús, ante aquellas admiraciones,
exclama: Esto que contempláis, llegará un
día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido. No era sólo
la demolición del templo material. Había algo mucho más de fondo en aquella
expresión de Jesús: el mundo judío con su “vino viejo” y sus dirigentes, se
vendría abajo, y no tendría valor ante la llegada del vino mejor.
Los apóstoles le preguntan entonces: Maestro, ¿cuándo será eso?, ¿y cuál será la
señal de que todo eso está para suceder? Y Jesús les responde con una
palabra que está más allá de la materialidad de aquellos hechos que ha
anunciado. Podría haber respondido que iba a suceder cuando los ejércitos
romanos invadieran violentamente, y que las señales serían las tensiones
crecientes que se iban a ir produciendo en el ambiente político y nacionalista.
Pero Jesús lanza su mirada mucho más
adelante y les advierte a los apóstoles que tengan cuidado con que nadie los engañe, porque muchos vendrán usando mi
nombre, diciendo “Yo soy” o “el momento está cerca”: no vayáis tras ellos.
Se ve una mirada mucho más amplia
hacia el fin del mundo, del que la destrucción de Jerusalén es un símbolo y un
presagio. De hecho cuando oigáis noticias
de guerras y revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que suceder
primero, pero el final no vendrá
enseguida.
Hoy día hay gentes muy predispuestas a
ver el final de la historia en el desmoronamiento de las leyes y el orden que
se dan en el mundo, y los populismos que muestran el hundimiento de los
valores. Jesús nos advierte que no nos dejemos vencer por el pánico ni por la
idea de la inmediatez de ese final. El mundo se va a destruir a sí mismo: Se alzará pueblo contra pueblo y reino
contra reino, habrá grandes terremotos y en diversos lugares epidemias y
hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. He ahí una
expresión de un apocalipsis final. Eso no fue lo que se dio en Jerusalén. No
eran las señales de que “todo esto –la destrucción del templo y la ciudad
santa- está para suceder”. Está apuntando a otra realidad mucho más grande y
que llegará al mundo entero. Pero, como siempre, lo que Jesús evita es poner
“fecha”, expresar “momento”, porque todo eso queda en el misterio de Dios.
Volveríamos a sus parábolas en las que avisa que estemos preparados porque no sabéis el día ni la hora, que
es la gran verdad a la que tenemos que estar abiertos para que ese momento –que
en realidad es el momento final de cada cual- no le coja de improviso, sino dispuestos a abrirle al amo apenas llegue y
llame. Y no hay señales que nos indiquen cuándo va a producirse.
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