Quiero tener un recuerdo
hacia San José Pignatelli, aragonés, un jesuita de gran trascendencia en la
vida de la Compañía, porque fue el restaurador de la misma tras la supresión
ordenada por el Papa.
Liturgia:
Siguen las recomendaciones de Pablo a
Tito (3,1-7). Lo curioso es que empieza el capítulo sin “sujeto”. Dice Pablo: Recuérdales…, pero no se ha establecido
a quiénes. De hecho, no registrado en la lectura de ayer, de los últimos que se
habló fue de los “siervos”: sean sumisos
a sus amos. A ellos iría dirigido este comienzo del capítulo 3: Recuérdales que se sometan al gobierno y a
las autoridades: que los obedezcan, que estén dispuestos a toda forma de
trabajo honrado, sin buscar riñas. Y sean condescendientes y amables con todo
el mundo.
Como puede verse, son recomendaciones que nos incumben a
todos y no sólo a los siervos. Y de hecho, Pablo pasa a la primera persona y
dice: Porque antes también nosotros, con
nuestra insensatez y obstinación, íbamos fuera de camino, esclavos de pasiones
y placeres de todo género; nos pasábamos la vida fastidiando y comidos de
envidia, y éramos insoportables y nos odiábamos unos a otros. Es, pues,
evidente que la exhortación no va centrada en los siervos, sino que ese “recuérdales” va en primera persona del
plural, y que somos nosotros los que tenemos que tener ese recordatorio o
examen personal.
Y todo porque ha
aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre, no por las obras justas que
hayamos hecho nosotros, sino que según su propia misericordia nos ha salvado.
Pasa entonces Pablo a la base de esa salvación que hemos
recibido en nuestro Bautismo: nos ha salvado por el baño de regeneración y la renovación por el Espíritu Santo. Así,
justificados por su gracia, somos en esperanza herederos de la vida eterna.
Por eso, cuanto se nos ha de recordar está fundamentado en
el hecho de estar bautizados, que es un baño de regeneración y una efusión del
Espíritu Santo, que es lo que nos hace justos y cambia el panorama que había
dibujado en negativo un poco más arriba.
En Lc 17,11-19 tenemos el conocido episodio de los diez
leprosos que se presentan a Jesús cuando iba con sus apóstoles camino de
Jerusalén, y pasaba por los límites de Samaria y Galilea. Iba a entrar en un
pueblo cuando le salen al paso diez leprosos, que se detienen a distancia y
suplican a Jesús, a gritos, su curación: Jesús,
maestro, ten compasión de nosotros.
También a distancia les cura, lo que se expresa en la
recomendación de ir a presentarse a los
sacerdotes, pues eso era el modo de que les fuera declarada la curación. Y
de hecho, mientras iban de camino, se hallaron limpios de la lepra. Nueve
siguieron gozosos su camino hacia los sacerdotes, y uno se emocionó y se
volvió, dando gritos de alegría, alabando a Dios, y echándose por tierra a los
pies de Jesús, dándole las gracias.
Jesús tomó la palabra
y dijo: ¿No han sido curados los diez? ¿Los otros nueve dónde están? Jesús
es sensible a la situación. Los “nueve” se han visto curados y ya no piensan
más que en ser declarados oficialmente “limpios”. Y Jesús acusa el golpe. ¿No ha vuelto más que este extranjero para
dar gloria a Dios?
Y Jesús se dirigió al que había regresado y estaba allí a
sus pies, y se mostraba agradecido, y le dijo: Levántate, vete, tu fe te ha salvado.
Ya he contado alguna vez ese cuentecillo del gran salón del
cielo donde muchísimos ángeles están recogiendo las múltiples peticiones que
van llegando continuamente, y a las que apenas se dan abasto. Otra gran sala
donde otros muchos ángeles están dispensando los favores de Dios, en respuesta
a las peticiones que recibe. Y una pequeña salita tercera donde unos pocos
angelitos recogen las cartas de agradecimiento que van llegando de los
favorecidos por las gracias del Señor. Es un cuento que puede reflejar la
realidad de la falta de correspondencia de los humanos a los favores que
recibimos constantemente del Señor. Y que nos incita a saber ser agradecidos
como una forma de vivir nuestra fe.
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