Liturgia:
Rom 1,16-25 es uno de los párrafos
más elocuentes de San Pablo para describir la realidad de un mundo con Dios o
un mundo sin Dios. El mundo con Dios
toma el evangelio como fuerza de
salvación de Dios para todo el que cree, judío o griego, porque en él se revela
la fuerza salvadora de Dios.
El mundo sin Dios
es el que Dios reprueba por la impiedad e
injusticia de los hombres que tienen la verdad prisionera de la injusticia, es
decir: lo que tienen a la vista, Dios mismo se lo ha puesto delante: sus
perfecciones, su poder, su divinidad, que son visibles para quien tiene la
mente clara. Por eso no tienen excusa porque conociendo a Dios no le han dado
gloria. Alardeando de sabios, resultaron unos necios, que cambiaron la gloria
del Dios inmortal por imágenes del hombre mortal, de pájaros, cuadrúpedos y
reptiles.
El hombre sin Dios es una persona que ha quedado sin
inteligencia para descubrir lo bueno, lo bello y lo verdadero. Se ha obnubilado
con sus ídolos y su endiosamiento, hasta el punto de adorar a los animales y
defender a los animales antes que al hombre y emborracharse con una ciencia mal
digerida que ciega para no ver a Dios en sus obras.
Pero hay más: el hombre sin Dios ha caído en su propia
bajeza: en la bajeza de sus deseos con la
consiguiente degradación de sus propios cuerpos, por haber cambiado al Dios
verdadero por uno falso, adorando y dando culto a la criatura en vez de al
Creador. No hay que ir muy lejos para identificar esta realidad en un mundo
que vive a ras de tierra, degradada la propia dignidad, y haciendo al cuerpo el
dios al que se adora y se sirve.
Si hubiera seguido la lectura, habría incidido en un tema
tan hiriente y tan en boga como el del mundo que ha cambiado el orden natural.
Invito a los lectores a ir al texto original de San Pablo, en Rom.1, 26-27 y
leerlo con la misma atención y reverencia como se puede leer cualquier otro
texto de la Sagrada Escritura, donde encontramos la revelación de Dios a través
de la inspiración a los hombres, y en este caso, a Pablo.
Ni que el Apóstol hubiera estado en este tiempo nuestro y
hubiera vivido la aberración del hombre sin Dios. Al que finalmente describe
como hombre sin inteligencia que los
lleva a cometer torpezas y a llenarse de toda injusticia, malicia, avaricia, maldad,
llenos de envidia, dados al homicidio, a contiendas, a engaños, a malignidad:
chismosos, calumniadores, fanfarrones, inventores de maldades, rebeldes a los
padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados… La foto es
impresionante. Y no solo los que lo hacen
así sino los que aplauden, defienden, amparan, justifican…
Ese es el MUNDO SIN DIOS. Ya lo estamos viendo.
Un fariseo invita a comer a Jesús y los apóstoles. Lc 11,
37-41. Entran Jesús y los suyos y se ponen a la mesa. Y el fariseo se sorprende
de que no han hecho las abluciones de rigor –lavarse las manos antes de comer-.
Y Jesús le da al fariseo la explicación: el problema no es no hacer las
abluciones del ritual para cumplir una costumbre externa. Los fariseos limpiáis
por fuera la copa y el plato, mientras que por dentro estáis cargados de
malicia. El problema, pues, es no lavar por dentro la propia actitud
defectuosa, la actitud crítica, porque el Dios que hizo lo de fuera, hizo
también lo de dentro. Lo que vale es lo que nace del corazón, sea para bien,
sea para mal, porque lo que sale de dentro es lo que define a la persona. La
misma limosna que reclama Jesús aquí no es la llamativa que se hace a bombo y
platillo sino la que se hace desde el corazón. Porque cuando el corazón está limpio,
todo está limpio.
La aplicación a nuestra vida es muy clara. No es sólo lo
que hacemos o dejamos de hacer. Es lo que sentimos, lo que se fragua ahí dentro
de cada corazón. Por eso San Ignacio insiste tanto en el tema del examen de
conciencia –“mucho examinar”, dice el
santo- para que no se queden los rincones del corazón en peligro de albergar
resentimientos y evocaciones que perjudican.
Mucho examinar debiera ser la manera de acercarse al
Confesor, y todavía más examinar a la hora de pergeñar un propósito concreto
como fruto de la confesión, para que “lo de dentro” sea lo que realmente se
atiende a la hora de buscar el verdadero sentido de arrepentimiento y
conversión.
Las abluciones de los fariseos eran normas de higiene pero también significaban pureza de espíritu. Con frecuencia Jesús les tiene que echar en cara su hipocresía porque buscaban la seguridad en sus prácticas religiosas pero no cambiaban por dentro. Si nuestra fe no nos hace más sensibles a las necesidades de los demás tal vez tendríamos que aplicarnos la corrección fraterna de Jesús.Hoy celebramos la fiesta de un gran santo, San Ignacio de Antioquía que ratificó la pureza de la fe que predicaba cuando ya en el anfiteatro tranquilizaba a los que querían salvarlo:"Dejadme ser pasto de las fieras, por las cuales puedo alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios, y los dientes de las fieras me trituran para llegar a ser pan blanco de Cristo"(Carta a los Romanos,IV).
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