Liturgia:
De la 1ª lectura
(del profeta Joel 1,13-15; 2,1-2) yo entresaco una lección que es importante y
que es tan antigua como la vida misma: la oración necesita apoyarse con la
penitencia. La penitencia da fuerza a la petición. Lo comprobamos constantemente
en la vida diaria. Quien pide limosna mostrará su carencia para mover a
compasión: una herida, una mutilación…, que hace resaltar a la vista del que
puede socorrerle. También en nuestra petición a Dios tiene su fuerza si le
mostramos a Dios nuestro arrepentimiento, nuestro sacrificio voluntario… De ahí
el origen de esas “promesas” tan habituales de determinados fieles, que en
tanto piden en cuanto que ofrecen alguna compensación que se centra en algún
sacrificio.
Joel ha presentado un día del Señor que él define como día del azote, día de oscuridad y tinieblas,
de nube y nubarrón como negrura extendida. Ante esa visión de la vida que
tiene el profeta, reacciona convocando al pueblo a vestirse de luto y hacer duelo; a los sacerdotes, llorar: a los ministros
del altar a dormir en esteras. Y así invita a proclamar el ayuno y congregar a los ancianos a clamar al Señor.
San Ignacio en los Ejercicios Espirituales le dice al
ejercitante que tenga algunas privaciones (con tal que no dañen la salud). Y
cuando el ejercitante no siente ningún movimiento interior del espíritu, le
aconseja que aumente la mortificación como un reclamo de súplica al Señor para
que le conceda esos movimientos internos del alma.
La historia de la Iglesia y de los santos está llena de
ejemplos de sacrificios y penitencias –a veces muy llamativas- porque esas
almas escogidas consideraron que aquello era el camino que necesitaban para
hallar a Dios.
El mundo de hoy, tan cómodo y placentero, ha ido quitando
de su espiritualidad el sacrificio y mortificación voluntarios y ha optado por
una forma de espiritualidad que no exige demasiado y que está montada más sobre
la consolación y la dulzura, que aderezada de privaciones, que son parte
importante de la relación de la criatura con el Creador. La realidad que
comprobamos es que nos equivocamos porque no damos frutos de santidad, ni
acabamos encontrando a Dios en profundidad.
El evangelio es de
Lucas: 11,15-26. Jesús ha expulsado un demonio y algunos juzgan que lo ha
echado con el poder del demonio. Otros, por si tal exorcismo fuera poca señal,
todavía le piden una señal del cielo. Y Jesús les explica lo absurdo de esas
posturas: no es lógico, les dice, que el demonio eche al demonio. Sería como
una guerra civil entre iguales, y eso daría lugar a un reino dividido que acaba
deshaciéndose a sí mismo.
Otra cosa, dice Jesús, es si yo echo los demonios con el dedo de Dios, porque eso significa
que ha llegado a vosotros el reino de
Dios. Y eso es lo que realmente ha sucedido: que uno que es más fuerte ha
lanzado al demonio y le ha quitado las
armas de que se fiaba.
La lección es clara: quien
no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama. El
secreto de la vida es estar de la parte de Cristo y entonces dar fruto. Que cuando
no se hace así, el problema es que se da marcha atrás y los finales son peores
que los principios. Es lo que manifiesta Jesús al terminar esta enseñanza: el
demonio que ha sido expulsado merodea si no se adoptan posturas drásticas a
favor de la enseñanza de Jesús. Y como es más astuto que las personas, acaba
buscando siete espíritus peores que él y vuelve con redoblada furia al sitio de
donde salió.
Esto es algo que molesta leer en esa perícopa que hemos
tenido hoy. Pero la vida nos está enseñando el desastre que se ha producido en
muchas almas que -por otra parte- querrían permanecer fieles, pero que han
caído bajo ese envenenamiento de una sexualidad que ha tomado cartas de
ciudadanía, y se ha hecho el vicio general de tantos. Y el flirteo que han aceptado
del “sí pero no” y el “no pero sí”, les tiene agarrotados bajo la fuerza de esos
siete espíritus peores que el primero, y de los que ahora son impotentes para
liberarse.
Jesucristo había anunciado ya esa situación. Por supuesto
que abarcando muchos más aspectos de la vida de los hombres. Lo que nos toca es
examinar nuestros vicios para darles solución antes de que se enraícen en la
debilidad de la voluntad y nos puedan llevar adonde no queremos. También aquí
tendremos que hablar de la penitencia y la urgencia de la mortificación.
¿Qué quieres, señor de mí? Dadme riquezas o pobreza...La aceptación de la voluntad divina nos dará una gran paz en el alma, pero muchas veces no nos suprimirá el dolor. Jesús también lloró y sufrió amargamente. En la Carta a los Hebreos dice que en sus día mortales" ofreció oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas. "Nuestras lágrimas después de un acontecimiento doloroso, no ofenden a Dios y lo mueven a su compasión. Después de nuestra aceptación gozosa, porque estamos ofreciéndonos al Señor, pondremos todos los medios humanamente posibles para salir de esa mala situación lo más pronto posible. Se lo pediremos a nuestra Madre y le diremos a Dios,"hágase en mí lo que Tú quieras y como Tú quieras, Señor y Padre mio.
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