26 julio: San
Joaquín y Santa Ana
Hoy
estamos ante otro día de elección libre de lecturas: o las que la liturgia pone
en esta memoria litúrgica, o la
recomendada lectura continuada, que
tiene la fuerza de mantener la idea y el argumento de un evangelista concreto,
sin ir dando tumbos de un día para otro.
La
tradición dio a esos dos santos la paternidad de la Virgen María, y así se les
venera. Personas de profunda religiosidad y fieles a la fe de Israel. Ellos
educaron y formaron a María como niña y adolescente que centrara el sentido de
su vida en el conocimiento y adoración al Dios del Cielo. Luego vienen las “piadosas” tradiciones que
rizan el rizo y sitúan a María como depositada por sus padres en el Templo,
para que allí recibiera la esmerada formación de las doncellas más destacadas.
Yo prescindo de esas añadiduras piadosas, porque soy mucho más partidario de
hacer de la bondad una realidad posible de la vida ordinaria. Tanto si miro a
Joaquín y Ana como si detengo mi mirada en la muchacha María.
El
Evangelio que se asigna es un gozo de Jesús porque sus apóstoles ven lo que no
vieron siquiera los profetas anteriores. Estaría haciéndose una aplicación
hacia esa excepcionalidad de Joaquín y Ana, que hubieran deseado tratar aquellos
grandes personajes del A.T.
En
la lectura continua tenemos la explicación que Jesús hace a sus apóstoles de la
parábola del sembrador. Y pienso que en
vez de meterme a repetir lo tantas veces dicho, puede ayudar mucho el enfoque
de la 1ª lectura de hoy [Ex 20, 1-17]. Ahí se comienza con una afirmación
sagrada y absoluta, que marca todo el resto: Yo soy el Señor, tu Dios… (carné de identidad esencial). Por consiguiente,
sin lugar a otra conclusión: No te harás ídolos…, otros dioses frente a Mí –figura alguna
arriba ni abajo-.
A
mí me habla esto a voces. Porque en la parábola del sembrador el gran obstáculo
de la Palabra son los ídolos. Los
ídolos de la superficialidad, de la religiosidad sin raíces. Ídolos de signos
meramente externos (cordones, medallas, velas, reliquias, amuletos…) que se
quedan en sí mismos y que no llevan a más.
La prueba al canto: se “practica” ese modo y se ignora y se prescinde de
la Eucaristía, los otros sacramentos, el Evangelio como base de la fe en la que
estamos. Por eso no serán ídolos si todo
eso es vehículo para desembocar en Cristo, en la fe que pide y a la que hay que
responder. Pero son ídolos cuando se
convierten en matorral que oculta y
sustituye y ahoga la sustancia misma de la fe en Cristo: seguimiento,
imitación, identificación progresiva con Él.
De ahí que puedan ser tomadas como ídolo hasta personas concretas sobre
las que se vive un cierto sentido de “veneración”; el valor que se dé a “escritos-revelaciones”
privados, o de supuestas apariciones que
van mucho más a la sensibilidad que a la llamada nítida de Jesús a través del
Evangelio y la consecuente oración silenciosa en la que uno se deje interpelar
por esa Palabra que ha sido esparcida.
Si me apuráis, hasta me atrevo a decir que se ha hecho del “demonio”, “maligno”… un ídolo-coartada
que de alguna manera acaba liberándonos de nuestra propia responsabilidad. Es
un ídolo, “diosecillo malo” con fuerza para marcar situaciones de nuestra vida.
Sin
hacer un problema…, pero sincerándose consigo mismo: ¿puede haber algún ídolo “conocido”,
al que estemos dando un cierto “valor superior” de lo que es en sí, y que
contravenga esa palabra profunda de Dios que hemos puesto al principio: Yo soy el Señor, tu Dios; No te
harás ídolos? ¿Encontraríamos recovecos del alma y el sentimentalismo
que nos lleven a idologizar “cosas”, personas, que son sólo lo que son. ¿Habrá
Palabra de Dios que recibimos con alegría…, pero no hay raíces ni tierra para
que arraigue? ¿Por qué? ¿Habrá matorral
en nuestro entorno, aun “matorral espiritual”, que ahogue la fuerza intrínseca
de la Palabra? ¿Y no serán ciertos ídolos que hemos ido situando en
nuestras vidas para acabar haciéndolos “dios”?
Yo me lo pregunto a mí mismo, y reconozco que hacer un ídolo personal es
muy fácil. Unos lo ponen en un cantante,
en un artista, en un deportista…, y otros en una persona de la vida diaria…, o
en el móvil, la TV, el bingo, la tertulia que va desplumando a todo bicho ausente.
Jesús,
en su mucha humanidad, da por tierra buena al que da 30 por uno, aunque tierra
buena dará el sesenta o el ciento. Me
hago la pregunta: es verdad, Jesús lo ha dicho, que ya es buena tierra la que
da el 30. Pero ¿la que se conforma con dar ese 30 y puede dormirse en los
laureles? ¿Puede ya darse por satisfecha en su respuesta a la Palabra? Yo digo que no. Cierto que ya es “bueno”.
Pero Jesús no nos ha llamado a “lo bueno” sino a lo mejor y hasta lo que más
acerca a la plenitud. Si adultos que
aspiran a un buen trabajo, a un buen puesto en la empresa, a un máster de
especialización…, ¿por qué no va a ser también lo mismo en ese fruto que la
Palabra debe dar en una persona? No
enseñó Jesús una respuesta de “mínimos”…, de pasar dejándose la piel…, sino de sed perfectos, completos, capaces de
ilusionarnos con el “más” y de
perseguirlo en una lucha que sea capaz de cortarse
la mano o arrancarse el ojo… -de superar y sobresalir- sobre cualquier
obstáculo, apatía, pasividad, desgana, dificultad… Nos está esperando Dios: Yo soy el Señor, tu Dios; No te
harás ídolos.
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