Mc 6, 1-6
Me llegaba hace dos días un
correo electrónico: una mamá está atendiendo muy cortésmente a alguien que ha
llamado equivocadamente a su teléfono. Por detrás de ella, sin que lo hubiera
advertido, su hijo pequeño la llama con cariño: ¡mamá…! Y mamá responde
bruscamente: ¡Quítate! El niño se retira sin rechistar y se marcha a
su habitación y se acuesta.
La mamá piensa al cabo de un
rato que ha sido brusca con su hijo, y siente tristeza. ¿Por qué he respondido
así? Y una voz no audible por los oídos
le dice: vuelve a la cocina y verás para qué te llamó tu niño.
Junto a la puerta había tres
flores. Tres flores que el hijo le traía a su madre como el obsequio más grande
que había podido hacerle, y que las había cogido al pie de un árbol en el jardín.
La madre recogió las tres flores, una blanca, otra amarilla y otra azul, y con
aquel ramillete se fue llorando a la habitación del hijo, al que ella creía
dormido. Y allí dio paso a su pena y le decía al hijo “dormido”: Perdóname, hijito; he sido cruel contigo. Yo
te quiero mucho, y me gustan mucho tus flores. El niño sacó sus bracitos y se aferró al
cuello de su mamá y la estrujaba a besos, y le decía: No tengo nada que perdonarte. Tú eres mi mamá. Añado que el título del correo era: FAMILIA.
Cuando hoy he ido a Mc, 6, 1 y he
visto el relato de la llegada de Jesús a su pueblo, por primera vez, al cabo del
tiempo, me he acordado de ese correo. Porque realmente, no es bien recibido un profeta en
su propia tierra.
Porque Jesús llegó a Nazaret con
todas sus ilusiones. Venía a ofrecerle su mejor ramillete de flores, las que Él
repartía con profusión por todas partes, y le seguían multitudes.
Llegó el sábado a la sinagoga y se
puso a hablar. Y sin pararse a ver si lo que enseñaba era útil o bueno…, la
pregunta (de esa forma que no busca respuesta) fue: ¿De dónde le viene a éste estas cosas?; ¿y qué sabiduría es ésta que le
ha sido dada?; ¿y tales milagros obrados por sus manos? Quiere decir que está viendo y reconociendo
que allí hay algo que no es lo que ellos pueden comprender. Cabría haber preguntado de otra manera con ánimo
de saber y conocer lo que no se sabían explicar. Podrían haberle preguntado a Él
mismo. No lo hicieron. Se fueron hacia
la pregunta negativa, al “escándalo”
(así lo dice el evangelista). No saben
pero no buscan. Parten ya de una postura negativa. Ni se dieron cuenta de las flores que llevaba para obsequiarles.
Por el contrario le fueron
sacando el padrón…: ¿No es éste el hijo
del carpintero?; ¿no es el hijo de María, y no viven aquí todos sus parientes? Y
le escandalizaba todo aquello. [Que es
lo mismo que decir que estaban viendo lo que estaban viendo; que oían lo nunca
oído y que se adentraba en el alma; que reconocían que hacía milagros (eso les
había llegado desde todos los pueblos y aldeas cercanas), y que no podían
acertar a explicárselo… Pero no buscaron soluciones que les explicaran. Lo fácil
fue mirar a dos palmos y dejar de ver el horizonte].
Jesús tuvo que expresar su
dolorido sentimiento: “No hay profeta
desprestigiado sino en su propia casa y entre sus conocidos y parientes”. Y la consecuencia de ello fue que tuvo las
manos atadas para hacer milagros. Si siempre Jesús se apoyaba en la fe de sus
oyentes para que se haga como es tu fe,
es muy claro que aquí le tenían atadas las manos porque no habían creído en Él.
Curioso es lo que añade: sólo
curó a algunos enfermos enclenques imponiéndoles las manos. O sea: allí
donde la sencillez y la humildad de los necesitados dejó paso a esa fuerza que sale de Él para sanar. Los “sabios” y los “entendidos” se van por las
ramas y se preguntan…, para no esperar respuesta.
No se me pasa por alto la intención
del evangelista cuando concluye el relato diciendo: Y recorría las aldeas de alrededor enseñando.
Resulta que allí sí podía enseñar. Allí
no me sacaban el padrón. Allí Jesús podía
ser el que era y hacer su obra. ¡Había
tenido que salirse de “su patria”! Eso
es lo que me ha suscitado el cuentecillo de la entrada. Con el extraño que llama erróneamente al teléfono,
todo es dulzura y buenas formas. El hijo
es al que no se le da ni respuesta.
Y la historia se repite una y
otra vez. Siempre son “los de fuera” los
que reciben palabras de acogida, de comprensión, de ayuda… Es como quien se
siente “superior” y se aviene a “compadecerse” del extraño. Mientras que “la
familia”, los que están en el mismo ámbito, quedan marcados por algún “pero”…,
con el padrón por delante…, y tantas veces desfigurado desde el amor propio, el
orgullo de estar por encima, la “propia verdad” como marca de lo único “bueno”.
Por eso hacemos tan pocos
milagros… Por eso no tenemos gancho. Por eso pasamos por la vida y es corto el
rastro que dejamos. Nazaret nos da hoy una
clave muy buena como elemento de análisis de muchas cosas nuestras.
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