EL SILENCIO
Paradójicamente el SILENCIO
favorece a LA PALABRA y otras veces la oculta. Jesús ha hablado de la semilla y
explica que la semilla es la Palabra de
Dios. Por consiguiente es la Palabra la que tiene que resonar. Como decía
ayer si la fe entra por el oído, es
claro que el oído se nutre del sonido de las palabras. Y Jesús envió a sus discípulos a predicar el Evangelio, enseñando a todas
las gentes… La Palabra es el arma de
la que se vale el Reino para que su pequeño grano
de mostaza se expanda y puedan cobijarse allí toda clase de pájaros del
cielo.
Quiere decir con qué decisión y con
qué valentía hemos de dar testimonio hablado del Reino, o –lo que es igual- dar razón de nuestra fe. Y eso se hace desde LA PALABRA, la
que Pablo inculca a su discípulo a enseñar a
tiempo y a destiempo, con ocasión o sin ella;
exhorta, enseña, corrige…
Estamos, pues, sabiendo que la Palabra es vehículo esencial de trasmisión
del reino de Dios. Los misioneros de siglos y siglos de la historia de la
Iglesia, dejaron casa, familia, patria, costumbres…, para llevar con su palabra
el tesoro de LA PALABRA, que prepara a la fe.
Pero eso no se contrapone a la
necesidad imperiosa del SILENCIO, porque sólo quien ha sabido primero dejar su
corazón en silencio es el que ha podido dejar entrada a la Voz del Espíritu,
esa Voz que se escucha dentro del alma, y que sólo puede escucharse en estado
de SILENCIO. Yo me acuñé un dicho del que estoy plenamente convencido y que
tengo muy comprobado: El que mucho habla suena a hueco. Hablar
y hablar y no saber dejar largos espacios de silencio es –aparte de agobiante
para el que ha de soportarlo- una
expresión de vacío en la profundidad del alma. Por eso puede ser que haya quienes hacen oración pero se quedan siempre en
el mismo estado. Es como la paella: que aparte de haber sido cocinada, requiere
un tiempo de reposo antes de ser servida. Y oración que no lleva detrás un
reposo de silencio espiritual (que exige el externo), no germina. Y no es el
silencio obligado del que no tiene con quien hablar, sino el silencio que uno
mismo necesita como el agua, que sin que nadie se lo diga, bebe el que tiene
sed.
El silencio es –en la otra parte-
un arma de los enemigos de LA PALABRA, a la que tratan de silenciar. Saben esos
sicarios de Satanás que si consiguen acallar la palabra de los mensajeros, irán
consiguiendo que el mensaje se difumine, se diluya, se silencie. La historia de los mártires es l de los
testigos que fueron acallados violentamente. No habiendo quien hable, se
conseguirá que vaya pasando al olvido su mensaje.
Hoy “la cultura” lo hace de otra
manera mucho “más fina”, más satánica. Hoy se va directo AL SILENCIO… A que no
levante la voz el misionero. A que no se pronuncie el nombre de Dios. A que
crezcan los niños sin noción de Jesús, de pecado o de salvación…, de virtud o
religión. Y es muy fácil desde la escuela laica. Ni nombrar a Dios. Ni trasmitir
un pensamiento que lo recuerde. Negando hasta la evidencia histórica –y viva-
de las raíces cristianas de un continente…, que no podría recorrerse sin
toparse con una muestra sublime del arte y la civilización cristianas. ¿Qué hay que forzar y ocultar la
historia? Se oculta impunemente. ¿Qué hay que privar al niño, al adolescente,
al joven…., de unos referentes que serían fundamentales en su desarrollo humano
y en sus niveles profundos psicológicos? Se les priva aunque se un crimen de lesa humanidad.
Así se ha llegado a lo que hoy se expresa como NINGUNEAR A DIOS. Antes se dijo
que Dios ha muerto (que no hace
falta; que nos bastamos nosotros; que es un concepto trasnochado, propio de la
incultura analfabeta…) Hoy se ha ido más
allá. No hay ni que hablar de Él. Como si no fuera nadie. Es menos que un ser
mitológico. Sencillamente, si existió, ya no existe. Y de lo que no existe, no
se habla.
Y este silencio diabólico ejerce
una fuerza enorme. Y así crecen hoy las generaciones del suicidio, las
depresiones, la falta de sentido de la vida, la inmoralidad reinante, el
aburrimiento de la vida, la soberbia del hombre endiosado, o las ridiculeces de
esas reacciones histéricas ante un cantante, un futbolista, un actor de cine,
un concierto pop o rok…, o todos esos géneros actuales que acaban en muertes y
desgracias y locuras colectivas.
Son silencios homicidas que han
fabricado un subgénero “humano” que son carne de cañón para los extremismos de
todo tipo.
Tenemos que ir hacia el SILENCIO de
la vida interior…, al silencio que redescubra el riquísimo mundo interior que
hay en nosotros. Tenemos que ser testigos ante esas generaciones del valor de
SABER ESTAR CALLADOS y tener precisamente el espacio abierto para que caiga en él
LA PALABRA que quiere fructificar. Tenemos
que meternos muy de lleno en esas parábolas en las que Jesús nos hace
comprender que el reino comienza por muy poco…, por lo casi imperceptible…, por
lo débil…, pero que LA SEMILLA tiene
el dinamismo interno suficiente para hacer matear de entre los terrones la
planta que irá creciendo. Una semilla
QUE HAY QUE SEMBRAR y que no es mera hierba bravía que sale sola. Y por tanto
una responsabilidad de todos y cada uno de ir dejando caer LA PALABRA OPORTUNA
(de evitar la inoportuna, la que
escandaliza de alguna manera…) Y vivir
el fuerte convencimiento de que esa palabra queda huera si no se ha cultivado
primero en el invernadero interior del SILENCIO. Ahí donde Dios puede ir poniendo sus abonos fundamentales que den vida a la
Palabra siguiente.
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