Mc 4,8 y 20
“Y
otras partes cayeron en tierra buena y rendían una el treinta, y una el sesenta
y una el ciento”. “Oyen la Palabra y la acogen y fructifican”.
Comprendo que es más difícil hablar
de esta “tierra buen” que detectar las otras parcelas anteriores. Quizá porque lo bueno no es mucho más humilde
y no se pregona. O porque tenemos los ojos tan sucios que nos es más difícil
ver LO BLANCO.
Lo primero que habría que decir que
la tierra buena es la que no tiene ni
piedras ni matorrales, ni durezas impermeables a la Palabra. Y entonces habría
que leer y reflexionar sobre lo anteriormente expresado para esas tres “parcelas”
estériles. Darle la vuelta a ese mundo ramplón que quedó ahí.
Lo segundo que es llamativo es que
Jesús ha pasado del singular al plural: antes habló de “una parte”, “otra parte”… Ahora dice otras partes. Lo que
indica que hay muchas más situaciones de tierra
buena que de tierra mala. Y lo
segundo, también muy importante, es que “tierra
buena” no tiene que estar expresando
“lo mejor”. Caben muchas posibilidades, desde unos “comienzos” al 30 por ciento,
hasta el avance que supone el 60, o la plenitud del ciento por ciento. Y por tanto esa grandeza del Corazón de Cristo
que ya ve buena tierra en lo que apunta un porcentaje suficiente de fidelidad a
la Palabra.
Después yo me iría a las
BIENAVENTURANZAS para abrir esas inmensas autovías de fidelidad a la Palabra de
Dios. Porque de alguna manera hay que empezar, y lo mejor es hacerlo por los
mismos modos que lo hizo Jesús: abrió ahí inmensos cauces –no detallistas pero
sí amplísimos- de lo que es respuesta esencial a la semilla que Él ha venido a
esparcir.
Y porque lo primero es purificar
tantas “falsas riquezas” y “codicias” a
las que tenemos el peligro de aferrarnos, en el frontispicio de esas causas de
FELICIDAD y DICHA, pone la pobreza…, y con gran acierto, la pobreza de espíritu. Porque no hay ni soberbias más finas, ni
situaciones más irreductibles, que las que se fundamentan en “lo espiritual”. Un soberbio ya es malo. Un engreído y subido a su pedestal de “bueno”,
es lo peor. De surgieron hasta los herejes. El POBRE que es dichoso y es tierra
buena, es el que sinceramente se siente pobre, y se siente porque LO ES: porque
sabe vivir en “su rincón” de pobre, que sólo pone su mirada en Dios, sólo le
importa Dios, sólo se apoya en Dios. Y
aunque no deja de ver sus verdaderas buenas riquezas, hace –como María- un volteo de esa riqueza para proclamar que
Dios hizo cosas grandes en ella. Y no
niega lo bueno, pero no se apropia ni se parapeta en nada.
Es por tanto una persona profundamente
humilde que, como San Pablo le expresa a los filipenses, considera a los otros por encima de sí. Que eso es la mansedumbre a la que conduce la pobreza. Y a esa pobreza lo conduce la
PALABRA DE DIOS. Porque la Palabra de Dios nos hace inmensamente pobres porque
nos desbanca constantemente de nuestra posiciones adquiridas. Un POBRE no tiene
nada “adquirido”, nada propio. Y por eso no es capaz de juzgar a los demás,
porque bastante tiene con juzgarse a sí mismo, para pulir aquello que no es tan
pobre.
Tierra buena es la del que sufre y se aflige pero llora en silencio.
No llora de rabia, del dolor de la herida de una humillación sufrida. Llora en
brazos de Dios con suave y reposado llanto de desahogo y súplica. Una súplica
por sí mismo para saber sufrir y una
súplica por quien le hizo sufrir (al que no culpa, sino que justifica: perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen). Y así es tierra buena por su talante pacífico, no sólo de cara a la galería
(del que nunca ha roto un plato) sino porque dentro de sí están en paz,
fomentan la paz, no se fijan en lo que quita la paz…, o llegan a no verlo siquiera.
Más aún: trabajan por la paz. No se
quedan sentados para no impacientarse. Son gentes activas que van poniendo paz,
buscando medios de que haya paz…, y eso aunque se sepan sentados sobre un
hormiguero en el que lo asaetean por todas partes…, los malos y los buenos (que
son los que más dolor causan… Aquello del Salmo: si me atacara mi enemigo, lo aguantaría; pero eras tú, mi amigo y
compañero… Y hay que saber sufrir y
saber llorar y ser muy agente de paz para seguir ahí sentado y dejar afluir la
sonrisa al rostro.
Porque tierra buena es esa ansia gozosa de fidelidad a la Palabra, aunque
llegue a tener que padecer persecución,
tribulación, ultrajes…, por su fidelidad…, ¡y precisamente por ella! Siente que su tierra se esponja y es capaz de dar más fruto, porque todo eso lo
pasó Jesús, y lo mejor que hay es irse acercando al modo de ser de Jesús.
Por eso llama Jesús tierra buena
lo mismo a la que da el 30 que a la que da el ciento. Bien sabe Jesús que las
autovías tienen muchos kilómetros y que hay tiempos y tiempos… Y hay varios
carriles para diversas velocidades. El
que lleva el carril lento no dejará de avanzar, aunque otros le sobrepasen por
los otros carriles. Y como la Palabra no vuelve a Dios vacía, un día
se encontrará que la Palabra le espolea y ya tiene que salir del carril lento y
entrar en el otro… ¿Qué es lo peor que
puede pasarle al de 30? Que se quede a
gusto en sus 30…, que crea que ya es “buena tierra” para siempre…, que no tenga
la capacidad crítica sobre sí mismo para ver que hay un momento en que la misma
Palabra pone su aguijón para hacer cambiar la velocidad…, para afrontar un
reto, para descubrir que “el coche” se va ahogando en la velocidad corta. Porque la Palabra se encarga de hacernos pobres…, de hacernos sentir
sensación de vacío del alma, de displicencia…, porque en ese momento estamos
maduros para saltar al ochenta, y así
Dios nos lo pide.
Y eso no se corta ni por la edad, ni “por culpa de los demás”, ni “porque
yo soy así”… Cuando la oración es auténtica, cuando escucha a Dios y no es regodeo de sí mismo, la oración nos exige. A
mí me gusta decir que nos cambia el paso. Y en el mismo Jesús podemos observar las muchas
veces que tuvo que cambiar el paso,
tras aquellas largas noches de oración ante su Dios… Hay que volver a repetir que la Palabra de Dios es viva y eficaz y
penetrante…, y que no puede volver a
Dios vacía.
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