Mc 8, 24-30
Como
solía hacer, tras aquella fuerte llamada de atención a la falsía farisaica, Jesús
no se queda allí como quien busca camorra. Por el contrario se va lejos. Y tan
lejos que no es solamente a “la otra orilla” sino a la frontera misma de Palestina,
cerca de las ciudades de Tiro y Sidón. Y allí entra en una casa con intención
de pasar desapercibido, porque no quería que nadie supiese dónde estaba. Dice el evangelista: Pero no logró pasar desapercibido. ¿Por qué, Señor? Si te has venido sin hacer visajes, si te has
metido en esa casa y puede decirse que todo ha sido de incógnito, ¿cómo es que
no puedes pasar inadvertido?
Yo me tengo que responder desde mi
sentimiento. Es que el Sol, por mucho
que quiera eclipsarse, siempre está y siempre se sabe que está. Es que rezumas
algo de Ti y dejas un reguero, un halo, que por mucho que quieras esconderlo,
siempre deja rastro. Cómo se defina o se
concrete eso no lo puedo explicar. Sé que Tú te escondes o que pasas por una camino
y t salen al paso las criaturas buscando esa “fuerza que sale de Ti y abraza a todos”.
El hecho fue que una mujer pagana
vino a entrar en la casa y a decirle a Jesús ue una hija suya estaba llevada de
los demonios, que se encontraba muy enferma, y que le rogaba que echase al demonio de su hija. No había habido por medio ninguna manifestación
de Jesús. Si algo le delataba, era el grupo de los Doce que estaba con Él. Jesús tuvo dos sentimientos encontrados: de
una parte, su Corazón. Y ese Corazón le pedía actuar, puesto que Él podía “echar
esos demonios” (curar esas enfermedades), y tenía que contenerse –casi violentándose-
para no salir al paso y atender la petición de aquella madre angustiada.
De la otra parte, su misión mesiánica,
reducida a Israel. De hecho hay otra redacción en otro evangelista que expresa
esa situación ante la que Jesús no se ve movido a actuar fuera de los que son “hijos
de Israel”. Marcos se va a la siguiente
respuesta, en la que Jesús –haciéndose violencia- tiene que explicarle a la
mujer que no puede atenderla ahora. Que primero
tienen que saciarse los hijos de la casa, y no se empieza por alimentar a los
perrillos de la familia.
Ella responde con una afirmación,
que puede levar doble sentido. Responde un: Sí,
Señor, que lo mismo puede significar que está de acuerdo como que “sí que
se puede echar a los perrillos alguna migaja antes de que se pongan los
hijos a la mesa”. La respuesta de la mujer es fina, delicada,
humilde…, incisiva, lógica, insistente…
No está por marcharse de manos vacías. Y la mujer, tras ese ambiguo “Sí,
Señor”, completa su aserto con una nueva comparación convincente: “También los perrillos se alimentan de las
migajas que caen de la mesa de sus amos”. Ahí se derrumba el muro que podía separar el
deseo de Jesús de atender a esa pobre madre, y la “legalidad” de la misión mesiánica
sobre Israel. Vence el Corazón. O yo prefiero interpretar que aquella mujer,
con su actitud, ha sido un instrumento de Dios para abrir horizonte universal
al mesianismo salvador que llevaba Jesús sobre sí.
Por eso responde Jesús a la mujer: Por eso que has dicho, el demonio ha salido
de tu hija. Apostilla el
evangelista: Y marchándose a su casa,
halló a la niña echada sobre la cama; había salido el demonio. O sea: la misma actitud con que vino a pedir –humilde-,
es la misma acogida con que sale convencida de que la palabra que Jesús le ha
dicho responde a una realidad. Y no duda. No pide más. Se va segura a su casa.
Algún otro evangelista que, como
dije, expande más la narración, llega a situarla en el camino, con Jesús que no
quiere oír (porque su Corazón no le permite oír sin atender) y camina; la mujer
que les sigue gritando y pidiendo, los apóstoles incomodados por aquellos
gritos, que piden a Jesús que “la despache”, y la mujer que le corta el paso a
Jesús echándose materialmente a sus pies.
Sea como sea, ¿no hay allí más que
la insistente “molesta” actitud de esa mujer? Yo traduzco de muy diversa manera. Para mí que Dios está hablando, y como no lo hace
con palabras directas, habla desde la boca y hechos de esa mujer pagana. “Dios habló muchas veces y de distintas maneras”,
según nos expresa la carta a los Hebreos. Y aquí tenemos una de esas “maneras”, que pueden
resultar misteriosas, no fáciles de escuchar, pero en la que Dios habla.
Como aquel hombre que se quejaba a Dios de no hacerse escuchar. Y sonó un trueno que
trepidó las rocas. No “escuchó” ese hombre… Pidió que ablandara y reblandeciera
su fe endurecida. Y el trueno trajo una lluvia que mojó la tierra y empapó al hombre.
Tampoco “escuchó”. Pidió a gritos que le diere luz. Y tras la tormenta vino la calma y salió el sol
que llegó a su piel húmeda y la secó con su calor reconfortante. El hombre “o vio”. Quería una caricia de Dios.
Y mientras tenía sus ojos cerrados, notó un leve roce en su brazo: una mariposa
se había posado en él. “No supo ver”…
Esta es la tragedia humana: que Dios
habla de mil modos y maneras, y estamos cerriles para descubrir sus presencias a
través de los acontecimientos humanos. “Los signos de los tiempos” que Jesús mismo
definió. Y que fue lo que Él sí supo descubrir en la actitud de aquella mujer pagana.
¡Quien hablaba era el mismo Dios!
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