LITURGIA
Daniel, que siempre había descifrado los
enigmas, ahora se siente agitado por la visión de aquellas fieras y pregunta
qué significan y qué representan aquellos monstruos que ha visto en la visión.
Y le explican que son reinos que van a venir que van a hacer la guerra a los
elegidos de Dios. (Dan.7,15-27)
Y el gran monstruo de los diez cuernos representa al
imperio romano, donde sus reyes van a atacar frontalmente a los elegidos por un
amplio espacio. Y el cuerno que sobresale de entre los diez es un rey mucho más
sanguinario, que hará estragos entre los seguidores de Dios.
No prevalecerá. El Anciano le quitará todo el poder y ese
reino de injusticia será destruido y aniquilado por completo, y el poder será
entregado a los santos del Altísimo. Será un reino eterno, al que se someterán
todos los soberanos del universo. Nuevamente aparece el sentido de triunfo
mesiánico, cuyo reino no tendrá fin.
Otro evangelio muy sintético (Lc.21,34-36) en que Jesús
advierte a sus discípulos que no se emboten por el vicio, la bebida y la
preocupación del dinero, y así les sorprenda aquel día final que ha anunciado
bajo diversas imágenes, y que ayer se centraba mucho en el desastre de
Jerusalén.
Estad siempre
dispuestos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir, y
manteneos en pie ante el Hijo del hombre. Repetitiva advertencia de todos
estos evangelios finales, y que tienen toda la urgencia de que el día final no
coja en malas condiciones. Mantenerse en pie ante el Hijo del hombre es una
forma de expresar que no tiene uno que estar abochornado en su presencia, lo
cual se alcanza cuando la conciencia no acusa de pecado, vicio, bebida,
preocupación del dinero…
Damos, pues fin al año litúrgico. Engarzará con el
Adviento, que empieza con referencias semejantes a las del final, pero con una
visión larga que mira hacia la última venida de Cristo, y por tanto, al fin de
la vida de cada persona, que es para ella el fin del mundo, el momento del
encuentro definitivo con el Señor…, y que lo vamos a ver todos los hombres de
esta generación.
En la Misa, el sacerdote invita a dar un SIGNO DE PAZ. Un
signo es eso: un SIGNO, que por una parte significa mucho, y por otra es sólo
un signo. Significa que el que va a participar de la Eucaristía ha de vivir en
paz por dentro de sí mismo, y en paz con todos los demás, sin reservarse esos
recovecos del amor propio por los que no se abre el alma a la paz completa con
todos los demás. La paz supone perdones absolutos que no se reservan nada. Y
que la paz que se da en la Misa, de hecho alarga la mano mucho más allá para
llegar a todos los familiares, amigos, vecinos, jefes y subordinados, mayores y
pequeños, hombres y mujeres, blancos y negros, paisanos y migrantes.
Se trata de la paz de la bienaventuranza: los que son pacíficos
en su interior y pacificadores o agentes de paz, con los que cualquiera se
puede sentir seguro.
Es la PAZ que Cristo trae, con la que han de llegar sus
discípulos a los puestos de misión, quedándose allí donde encuentran paz, y
rehusando los lugares en que no hay gente de paz.
Es la PAZ del Resucitado, con el que se presentó a sus
apóstoles para trasmitirles la buena nueva de la resurrección, del triunfo de
Cristo y la garantía de una fe que ha de ganar el mundo entero.
Pero en la Misa, al mismo tiempo es un “signo”, un gesto.
Un saludo de paz a derecha e izquierda; no más. No hay que ir dando la paz a
todo el derredor, como queriendo llegar a todos y cada uno. Hecho el gesto, ya
se ha significado lo que se quiere trasmitir a todos los demás.
En las Concelebraciones es un error que todos los
concelebrantes tengan que recibir el abrazo de todos los demás. Basta el saludo
significativo a quienes se tienen inmediatamente próximos.
Y está expresamente dicho que lo único que se da es la paz.
No se aprovecha como saludo, o felicitación, o cualquier otra expresión. Es un
momento litúrgico, no social.
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