LITURGIA
El evangelio de Lucas, hoy, es breve: 21,29-33.
En él Jesús trae un ejemplo de la vida normal para expresar ese final de
Jerusalén y de la historia. ¿Cuándo va a ser? –Pues fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan brotes, decís:
la primavera está cerca. Pues bien: cuando veáis que se cumplen las señales
que os he ido exponiendo, sabed que está
cerca el reino de Dios. Jerusalén caerá… Los reinos de este mundo irán
desapareciendo. Por encima de todos va a emerger el reinado de Dios, en un
reino que no tiene fin. Y eso lo van a ver muchas de las gentes del tiempo
actual: antes que pase esta generación,
todo eso se cumplirá. De hecho Jerusalén fue destruida, y la fe cristiana
prevaleció. Y así en los grandes reinos de la tierra: han ido desapareciendo, y
sobre todos ellos ha salido vencedor el Reinado de Dios.
Y con una expresión decisiva, Jesús afirma contundentemente
que el cielo y la tierra pasarán; mis
palabras no pasarán. El mundo se va destruyendo. Las civilizaciones se van
deteriorando o renovando. La Palabra de Jesús sigue en pie y sigue iluminando y
marcando la pauta de una regeneración de la historia.
Todo esto enlaza con la profecía que hemos recibido de
Daniel (7,2-14) en la que van apareciendo monstruos de muy diverso calibre. (Mañana
quedará explicado ese mundo monstruoso, porque mañana sigue la misma visión y
la pregunta de Daniel: ¿Qué es todo esto?). En medio de la visión, Daniel miró
y vio que colocaban unos tronos. Un
Anciano se sentó. La eternidad de Dios se representa con ese “Anciano”,
cuya presencia es descrita con una serie de comparaciones sublimes: su vestido, blanco como la nieve. Su
cabellera, como lana limpísima. Su trono, llamas de fuego; sus ruedas,
llamaradas. Describir lo divino con conceptos humanos es lo que hace esta
profecía. La excelsitud de lo sobrenatural no puede ser descrita sino con
comparaciones de orden muy superior.
Daniel observa y ve cómo la fiera mayor queda destruida por
el poder del Anciano; y así las otras fieras que había visto en la visión.
Finalmente sigue mirando y ve venir sobre las nubes del
cielo a una figura como de hombre… Estamos ante una profecía mesiánica, en la
que aparece Jesucristo, velado bajo esa figura de aspecto humano. Se adelanta ante el trono del Anciano, y a
él se le da el poder, el honor y el reino. Y todos los pueblos, naciones y
lenguas le sirvieron. Su poder es
eterno, no cesará. Su reino no acabará.
“Su reino no tendrá fin”. Una frase que se añadió al
Símbolo de la fe del Concilio de Nicea. Y a propósito de esto, es posible que,
los que siguen mis Eucaristías dominicales, se pregunten por qué alterno las
dos formulaciones del CREDO.
La razón es muy sencilla: porque pienso que no se debe
perder la formulación más amplia del Credo niceno. Posiblemente se reza mal y
se piensa poco lo que se está diciendo, y se recita un tanto de pura memoria.
Sin embargo es de desear que los fieles intenten pensar lo que recitan y les
ayude a enriquecer verdades de la fe que se saben pero que pueden no saberse
formular.
Creo en un solo Dios
expresa ya el misterio de la Trinidad, que se va a ir desglosando a lo largo
del Credo.
Creo en un solo
Señor Jesucristo: y se le va desglosando a través de afirmaciones básicas,
que no son ni rutina ni rezo, sino expresión de la fe. En su eternidad, engendrado, no creado. El Hijo “no es
creado” por el Padre porque entonces el Hijo sería menos que el Padre. Y es
Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, de la misma
naturaleza del Padre. Por quien todo fue
hecho. el Hijo es igualmente Creador como el Padre, porque el Padre y el
Hijo es un único solo Dios.
Un día, en el tiempo, por
nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo y, por obra del
Espíritu Santo, se encarnó de María Virgen y se hijo hombre. Y ese Hijo de
Dios hecho hombre es Jesucristo, cuyo origen humano está en el misterio de la
encarnación. Que, por cierto, debiera ser un momento en que los fieles hiciesen
una profunda inclinación de adoración.
Y se sintetiza en verbos seguidos la vida de Jesús, que
finalmente sube al cielo y está sentado a
la derecha del Padre.
Sigue el acto de fe en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre
y del Hijo…: igual al Padre y al Hijo, que recibe una misma adoración y
gloria y que se ha comunicado al mundo por medio de los profetas. Queda cerrado
el misterio de la Trinidad.
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