LITURGIA
Un día difícil de comentar porque las lecturas
no se prestan a muchas reflexiones: en dos palabras está dicho todo: la primera
de 1Mac.6,1-13 nos cuenta la historia de Antíoco que pretende apoderarse de la
ciudad de Elimaida, con grandes tesoros, pero sus habitantes le salen a campo
abierto y se lo impiden.
En su retirada, se entera de otro fracaso de su ejército,
comandado por Lisias, a manos de los judíos de Jerusalén. Y entra en una enorme
depresión, porque antes iba de triunfo en triunfo y ahora ha sumado fracasos.
Pierde el sueño, y siente el remordimiento de haber robado el tesoro del templo
de Jerusalén, y haber enviado gentes que exterminasen a los habitantes.
Ya veis, muero de
tristeza en tierra extranjera.
La verdad es que lo veo una lección de historia, pero no le
encuentro mucho más para reflexionar que la angustia interior por haber obrado
mal. Lo que Jesús describe en sus explicaciones como el llanto y el rechinar de dientes…, el dolor interno por haber
hecho el mal. Que eso sí es extensible a nuestra reflexión personal.
En el evangelio (Lc.20,27-40) tenemos la trampa que los
saduceos le tienden a Jesús, con aquella peregrina historia de los siete
hermanos que se casan con la misma mujer, sin dejar ninguno descendencia.
Pretenden, a propósito de esa invención, ridiculizar la idea de la resurrección
que enseña Jesucristo. Los saduceos no creen en valores espirituales:
resurrección, espíritu, ángeles…, y por eso vienen a poner a Jesús en un brete:
al final, en la resurrección, ¿de quién es esposa de los siete hermanos (que
han cumplido con la ley del levirato)?
Jesús desmonta toda la ficción porque en la resurrección, los hombres y mujeres no se casan; son como ángeles
del cielo. Por eso, los que sean dignos de la resurrección de entre los
muertos, no se casarán. Son hijos de Dios
porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo
Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de
Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos sino de vivos,
porque para él, todos están vivos.
Esta vez se ponen de parte de Jesús los doctores de la Ley
porque ellos sí creen en la resurrección, y se alegran de que Jesús haya
callado a los saduceos. Y exclaman: Bien
dicho, Maestro. y ya nadie se atrevió a ponerle más dificultades a Jesús.
Seguramente que a nuestra mentalidad racionalista
occidental, no nos llega ese razonamiento de Jesús. Pero para ellos era un
argumento contundente.
A nosotros nos puede dar pie para pensar en el Cielo:
seremos como ángeles, seres totalmente felices que gozan de la presencia de
Dios. Porque el Cielo es eso. No es “un lugar”. Es una presencia. Un ver a Dios
cara a cara y un ser semejantes a él porque le veremos tal cual es, como nos os
ha presentado San Juan, en dos afirmaciones que resultan atrevidas: “ser
semejantes a Dios”, “ver a Dios cara a cara”. No podemos imaginarlo. Queda
fuera de nuestra capacidad de entendimiento, pero es una manera de expresar la
maravilla que será ese estado de la persona que resucita en resurrección
gloriosa, y por tanto amiga de Dios.
San Catalina decía que, desde que había aprendido a pensar
en el Cielo, ninguna carga se le hacía ya pesada en la tierra.
¡Falta haría a los cristianos pensar más en el Cielo!, y
minimizar así tantas contrariedades de la vida. O tener en esa mirada un dique
muy fuerte para no traspasarlo por el pecado.
El Catecismo de Ripalda definía el Cielo como el conjunto de todos los bienes sin mezcla
de mal alguno. Definición que perfectamente dice quién y cómo es Dios. Por
eso el Cielo es Dios, e ir al Cielo es ir al encuentro de Dios y gozar de Dios.
Y no imaginemos más, ni nos preguntemos más sobre la realidad del Cielo: todo
está dicho ahí, y es lo más que podemos decir. ¡Y no es poco!
Es el encuentro cara a cara con Jesucristo, el que ha
constituido el centro de nuestra vida cristiana. Es el encuentro con la Virgen,
nuestra Madre. El encuentro con los santos de nuestra devoción, a quienes
tantas veces nos encomendamos.
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