LITURGIA
Una de las páginas más bellas del Antiguo
Testamento es el cap. 13 del libro de la Sabiduría (1-9) en el que se afirma la
vaciedad de los humanos que, viendo y gozando de las grandes realidades que
tenían a su alcance, no reconocieron a Dios, que había sido su creador. Y que
partiendo de las cosas buenas que están a la vista, no reconocieron al Artífice
de todas ellas.
Determinadas culturas adoran el fuego, el aire, el sol, la
bóveda de las estrellas, el agua… Fascinados por su hermosura, los creyeron
dioses…, ¡cuánto más los aventaja el autor de todas ellas! Si les conmovió su
poder y actividad, ¡cuánto es más grande quien los hizo! En mente sana, la
magnanimidad y belleza de las criaturas, conduce al conocimiento del Creador.
Puede ser que estos hombres están extraviados en su mente y
eso les justifica de alguna manera; pero la realidad fehaciente es que no
tienen perdón, porque si fueron capaces de descubrir el cosmos, ¿cómo no
descubrieron antes a su Señor?
Es un argumento que utilizó ya Santo Tomás en su
demostración de la existencia de Dios: el que observa la naturaleza y descubre
sus maravillas, necesariamente tiene que acabar adorando al autor de todo ese
conjunto de realidades que superan todo poder humano y toda razón.
La misma filosofía, en su rama de la Teodicea, emplea este
argumento para mostrar que la existencia de Dios no está contra la razón, sino
que más bien la razón ha de concluir sanamente que toda esa inmensa obra de la
Creación tiene un autor inteligente, y que Dios es el Autor de todo ese mundo
maravilloso.
Por otra parte la expresión: “vanos son los hombres que no
llegaron a descubrir al creador a través de la Creación”, encierra otra
realidad. San Ignacio dice de sí mismo que era “soldado desgarrado y vano”. “Vano”
podía ser, huero, vacío, carente de seso. Pero San Ignacio lo refiere a su vida
disoluta anterior, que fue una época pecadora. Por lo mismo, los hombres “vanos”
no sólo indica hombres vacíos de inteligencia sino hombre pecadores y duros de
corazón, que se cierran culpablemente en el conocimiento y descubrimiento de
Dios a través de sus obras.
Un evangelio de lógica muy oriental, fundamentándose en
hechos del Antiguo Testamento. Tal como allí se recoge en la historia de Noé o
en la de Lot, así va a suceder en la historia del Israel contemporáneo.
(Lc.17,26-37).
En los días de Noé la gente comía, bebía, se casaba… Llegó
el diluvio y acabó con todos. En los días de la salida de Lot de Sodoma, las
gentes vivían su vida diaria… Pero el día que salió Lot, llovió sobre Sodoma
fuego y azufre. Así sucederá el día que
se manifieste el Hijo del hombre. Y con el estilo extremoso de Jesucristo,
que quiere hacer vibrar a las gentes, dice: Aquel
día, si uno está en la azotea y tiene sus cosas en casa, que no baje por ellas;
si uno está en el campo, que no vuelva. El que pretenda guardarse su vida, la
perderá, y el que la pierda, la recobrará.
Estamos una vez más ante la situación previa a la muerte:
no es el momento de improvisar y pretender hacer lo que no se ha hecho: ni
bajar de la azotea, ni regresar del campo. Donde está la persona, allí le
cogerá la muerte (Donde está el cadáver,
vendrán los buitres). La suerte será desigual, como desigual es la actitud
de las personas. Así, estarán dos en una
cama; a uno lo tomarán y a otro lo dejarán; estarán dos moliendo, a una la tomarán
y a otra la dejarán. Cada persona tiene su momento y cada momento es
diferente. El final de la vida no se escribe en serie sino muy en serio: lo que
se haya tenido y en lo que se hayan desenvuelto, en eso será el final de la
persona.
Hemos entrado ya en los capítulos finales de la vida
pública de Jesucristo, y estamos ante dichos propios de la literatura
apocalíptica. Ya se mira al final de la vida, y el secreto substancial es estar
preparados a “ser tomados” en el momento en que Dios disponga.
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