Liturgia:
Cerramos el libro de Job en su
cap.42,1-3.5-6.1216 en el que Job se humilla delante de Dios y reconoce que
ningún plan es irrealizable para Dios. Te
conocía sólo de oídas; ahora te han
visto mis ojos.
Y el libro concluye con un mundo nuevo en la vida de Job,
con posesiones mayores que las había perdido; con hijos e hijas, de las que no había en el país mujeres más bellas.
Y así, en ese “paraíso” vive ahora Job cuarenta años, conociendo a sus nietos y
biznietos. Por eso Job murió anciano y satisfecho.
Quien haya tenido la curiosidad de leer todo el libro,
habrá comprobado el enorme purgatorio que pasó Job, y los vaivenes de su ánimo
y de sus palabras. El objetivo del libro se ha cumplido, que era mostrar que la
vida no se acaba en el sufrimiento. Y no habiendo todavía idea de la
resurrección y del más allá, se cierra toda esa tremenda historia en un “ver a
Dios con los propios ojos” en la felicidad terrena que recupera el personaje,
que muere anciano y satisfecho.
Han regresado los setenta
y dos discípulos que Jesús había enviado por los pueblos y aldeas para
anunciar la llegada del Reino de Dios. Vienen emocionados, confesando que hasta los demonios se nos sometían
(Lc.10,17-24).
Jesús les cambia la mirada y les hace ver que lo más
importante no es que los demonios se le sometieran sino que sus nombres están escritos en el cielo.
Jesús se hace eco de aquello que les había impresionado a los discípulos, y lo
corrobora con aquella manifestación: Veía
a Satanás cayendo del cielo como un rayo por la potestad que había dado
Jesús a los discípulos para pisotear
serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo.
Y Jesús en ese momento prorrumpe en una emocionante
alabanza a Dios: Te doy gracias, Padre,
Señor del Cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y
entendidos y se las has manifestado a la gente sencilla. He ahí el
sentimiento de Jesús. Y he ahí lo que nos incumbe a nosotros en lo que es la
sencillez para comprender y meditar el evangelio de Jesucristo. No son los
grandes pensadores los que suelen captar la verdad de ese evangelio. Suelen ser
los más sencillos los que comprenden el evangelio, precisamente porque se
acercan a él sin prejuicios ni resistencias, y entonces están con el corazón
abierto para poder adentrarse en la Palabra de Jesús.
Y se ratifica Jesus en lo dicho, y remacha: Sí, Padre: así te ha parecido mejor. Y
de ahí salta a la realidad de sí mismo: Todo
me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie
conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Esto es una clara afirmación de la importancia de la
oración que profundiza en lo íntimo de Dios, o en el conocimiento interno de
Jesús, que es quien tiene que revelarnos al Padre. Por supuesto que Jesús nos
lo quiere revelar, pero tenemos que situarnos en esa actitud orante que haga
posible el contacto con el interior de Jesús.
Jesús, finalmente, se queda a solas con sus discípulos y
les dice aparte: Dichosos los ojos que
ven lo que vosotros veis; porque os digo que muchos profetas y reyes desearon
ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, oír lo que oís, y no lo oyeron.
Aquellos profetas y reyes vivieron un tiempo de espera. Anhelaron que llegara
el momento de la manifestación mesiánica, pero no les había llegado a su hora.
Esa hora la tienen los discípulos, porque han visto a su Salvador, y pueden
todavía ahondar más su mundo interior para conocer al Padre y conocer al Hijo.
Y tocarle y palparle, oírlo y ver sus obras y embelesarse con la figura de
Jesucristo.
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