Liturgia:
A
cada uno de nosotros se le ha dado la gracia, según la medida del don de Cristo.
(Ef.4,7-16). Nadie queda sin la gracia de Dios. Y ese es el caudal con el que
subimos con Cristo, que entra en el Cielo llevando cautivos de sí a los que
habían estado cautivos por el pecado.
A unos los ha hecho
apóstoles, a otros evangelistas, a otros pastores y doctores para el perfeccionamiento de los fieles,
y para la edificación del cuerpo de Cristo formando así una unidad: Cristo
y los fieles, los fieles y sus pastores…, todos formando un solo cuerpo para
elevar al hombre a la perfección, según la medida de Cristo en su plenitud. Por
supuesto no llegamos los humanos a esa plenitud, pero nos podemos ir acercando.
Y eso es ya “perfección”, que no se tiene poseída de una vez, sino que hay que
ir dando pasos hacia algo mejor y mayor de lo que se ha vivido hasta aquí.
Y así librarse de las trampas del mal que conducen al
error; por el contrario, realizando la verdad en el amor, y creciendo así los
miembros de ese cuerpo hasta acercarse más a la Cabeza, que es Cristo, del cual, todo el cuerpo bien ajustado y
unido, actuando a la medida de cada parte, pero construyendo entre todos el
Cuerpo por el amor.
Al margen de la explicación de Pablo, en ese Cuerpo Místico
en el que Cristo es la Cabeza y nosotros somos el cuerpo, la devoción popular
ha situado a María en el cuello, que es por donde pasan todas las conexiones de
la cabeza al cuerpo y del cuerpo a la cabeza. Establece así esa realidad de
María como Medianera, asociada por Jesús a la obra de la redención. No tiene
por sí misma un valor en la economía de la salvación, pero lo tiene por el
encargo recibido de su Hijo de ser la MUJER que tiene ahí en el “cuerpo” a sus
hijos, a los que recibe al pie de la cruz.
El evangelio de Lucas plantea (13,1-9) el problema del mal,
que algunos entienden como “castigo de Dios”. Jesucristo aclara que no es así.
Los galileos a los que Pilato mandó matar, entremezclando su sangre con la de
los sacrificios, no eran peores que otros, ni eran culpables de algo.
Padecieron la tiranía de un gobernador romano, como podían haber sido otros los
que sufrieran aquel sacrificio. Ahí intervenía la mano del hombre, mano
tiránica, y mano culpable. Pero no había castigo de Dios.
El otro caso que refiere Jesús no ocurre bajo mano humana:
la torre de Siloé se desploma y mata a dieciocho personas. ¿Eran ellas más
culpables que otras y por eso les ocurrió la desgracia? Jesús afirma que no. No
eran más culpables, ni allí se daba un castigo de Dios. Ocurrió con tan mala
suerte que cogió debajo a aquellas personas.
Pero todo ello debe servir de aviso: cosas así pueden
ocurrir y lo que importa es estar preparados para que el desastre sea menor. Y
por eso les pone una parábola muy expresiva: LA HIGUERA que no da fruto. El amo va a buscar fruto en
ella y no lo halló. Era una higuera estéril, al menos hasta ese momento. [Jesús
nos está retratando a Israel: Dios había plantado a aquel pueblo, y ya van tres años que viene buscando fruto en
esa higuera, y no lo encuentra].
Por tanto, como solución, da al labrador la orden de
cortarla para que no ocupe terreno en balde.
Pero el labrador [que aquí representaría a la paciencia de
Dios y a la obra de Jesucristo] propone todavía un año más de espera antes de
cortar la higuera. Propone un año de cuidado intensivo, abonando, podando,
limpiando, echándole estiércol…, y a ver si da fruto. Que si no lo da…, entonces la cortas. Hay un año de
amnistía, un año que representa toda la espera de Dios, toda su paciencia, toda
su esperanza de que, el que no ha dado su fruto, siempre está en posibilidades
de darlo. Nadie es incapaz de dar ese paso. Y Dios no castiga ni quiere
castigar, pero espera una respuesta, una higuera que da fruto en su momento
oportuno. No queda por parte de Dios la ayuda necesaria. Pero la higuera, cada
uno de nosotros, tiene que responder a esos cuidados con los que Dios cultiva a
cada alma.
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