Liturgia:
Hay que leer el texto de este día, de
la carta a los efesios 5,21-33), sin los prejuicios que fácilmente surgen desde
nuestra mentalidad de 20 siglos después y en una cultura tan distinta y tan
distante. Y San Pablo era hijo de su época y tenía que pensar con los valores
de la época. Lo que nos toca a nosotros es hacer la “traducción simultánea”
para que el texto tenga el sentido válidamente moderno, en el que se dice lo
mismo pero aplicado en las dos direcciones: marido-esposa; esposa-marido. Que
es lo que diría hoy Pablo si viviera en estas coordenadas históricas en las que
nosotros vivimos.
Comienza con un planteamiento general: Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano. Eso vale para
todos. No es la sumisión del esclavo sino la de cristiano que sabe que la
primera norma de la vida es el amor. Y el amor supone humildad para agachar
muchas veces la cabeza antes que crear una tensión.
Las mujeres que se
sometan a sus maridos en todo. Si partimos del principio general, que la
sumisión es amor para hacer posible una convivencia normal, ya queda entendido.
A la viceversa, lo que dice versículos después: Maridos: amad a vuestras mujeres, que también significa que haya
una sumisión, un entendimiento, una humildad, para no sentirse más. De hecho,
Dios no crea a la mujer de los pies o de la cabeza del varón sino de su
costado, ahí donde está el corazón.
Para Pablo, en su mentalidad patriarcal judía, considera al
varón “cabeza de la mujer”, así como Cristo es Cabeza de la Iglesia. Y al
decirle al varón que ame a su mujer, el modelo es el amor de Cristo a la
Iglesia, por la que se entregó a sí mismo para consagrarla: Así deben los maridos amar a sus mujeres.
Así, diremos nosotros, deben las mujeres amar a sus maridos, como la Iglesia
ama a Cristo: se somete a Cristo.
Amarse mutuamente es amarse a sí mismos uno y otra, pues
son una sola carne y nadie ha odiado a su carne, sino que le da alimento y
calor recíprocamente. Por eso abandonarán
a su padre y a su madre y se unirán entre sí, y serán los dos una sola carne. Es éste un gran misterio, y yo lo refiero a
Cristo y a la Iglesia. En una
palabra: que cada uno de vosotros ame
a su mujer como a sí mismo y que la mujer respete al marido. Lo que en una
mentalidad del siglo XXI y de cultura ya diferente, es reversible: Que la mujer
ame al marido y que el marido respete a la mujer. O sea: que se amen. Y todo lo
demás queda hecho.
En Lc.13,18-21 Jesús expone dos breves parábolas para
explicar el Reino de Dios. El Reino en el que nosotros estamos no ha sido
concebido por Jesús como un reino de masas, de multitudes y apariencias de
grandeza, sino como algo que comienza en lo pequeño y diminuto, como el grano de mostaza, y luego se va
desarrollando hasta echar ramas amplias y frondosas donde incluso vienen a anidar
los pájaros: se hace un arbusto. No ha dicho el Señor que se hace un cedro, un
gran árbol… No es así ese Reino de Dios, que se fundamente en la humildad. Y
desde lo pequeño crece y se va extendiendo.
Hoy día es muy visible esa realidad. Hoy no hay estados de
cristiandad en el que una mayoría vive la fe. Por el contrario, la fe se ha de
propagar muy de boca en boca y sin grandes facilidades, y en ambientes más
hostiles que otra cosa, y contra viento y marea. Es una experiencia muy actual.
La otra parábola paralela es la de la levadura, ese pellizco insignificante que la mujer mete en la
masa pero que tiene toda la fuerza de fermentarla, de esponjarla, de
agrandarla. Es una imagen viva del Reino. Cada alma que ya pertenece a ese
reino de Dios, tiene que ser levadura que esponje alrededor. No concibe Jesús a
un creyente pasivo que se conforma con tener lo que él tiene y prescinde de los
demás. Allí donde hay un hijo del Reino tiene que haber una pizca de levadura
que contagia su fuerza expansiva. Es lo que se llama el celo por la gloria de
Dios, el celo de las almas. Hasta que
todo fermenta, dice Jesús. Aunque ese todo sea una sola alma que recibe la
influencia positiva del que ya vive el reinado de Dios sobre ella.
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