LITURGIA
Hoy tenemos un evangelio
muchas veces comentado y de una profundidad muy fuerte, que algunos
comentaristas reducen a llamadas especiales de Jesucristo a un alma en
concreto, pero que está ahí en el evangelio de Mateo (19,16-22) abierto a todo
fiel cristiano que quiera dar pasos en el camino del Reino.
Se trata de un
muchacho que se llega a Jesús para preguntarle “qué tengo que hacer para obtener vida eterna”. La pregunta es muy
amplia y admite una respuesta muy amplia: Si
quieres tener vida eterna, guarda los mandamientos.
Hay que tener en
cuenta que preguntaba un judío. La respuesta que da Jesús es la que puede
corresponder a todo judío de buena fe. Para un judío el techo de sus
perfecciones está en el decálogo, que expresa la voluntad esencial de Dios. Por
tanto si este joven quiere vida eterna, el camino que ha de seguir es el de
guardar los mandamientos.
Todavía pregunta él: “cuáles”, como si esperara de parte de
Jesús una concreción mayor de esos mandamientos del Señor, que no se reducirán a
los enunciados en el Decálogo. Y la verdad es que no estaba lejos del
planteamiento de Jesús, que amplió el ámbito de los mandamientos hasta la
interioridad misma del corazón de la persona.
Pero Jesús, como
respuesta al que es judío, recita los mandamientos de la segunda tabla: No matarás, no robarás, no darás falso
testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo.
No cabe duda que ya es un ideal de vida, y que nos incumbe a cualquiera de
nosotros. ¡Ya fuera un modo de vivir por parte de tantos cristianos! ¡Ya se
tomara este techo como actitud habitual de muchas personas que se declaran
creyentes, pero que en su vida real quedan aún lejos de la fidelidad a esos mandamientos
de Dios!
El muchacho declaró
que esos mandamientos los había vivido y practicado desde niño. Por tanto
intuye que ese no es el ideal que está predicando Jesús, y pregunta entonces: ¿Qué me falta?
Jesús advierte
entonces que lo que pide aquel muchacho es el seguimiento de la vida que enseña
él, y ante ese ofrecimiento generoso que se ve que está planteando al joven,
Jesús le abre un panorama insospechable: Si
quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres
–así tendrás un tesoro en el cielo- y
luego vente conmigo.
Se trata de uno que no
se conforma con lo que conlleva la vida piadosa de un judío. Se trata de que
aquel joven se ha presentado a Jesús buscando algo que le falta. Y por tanto
que espera de Jesús lo equivalente a un “sígueme”, como el que le había
presentado a varios de sus apóstoles actuales, sin haberle puesto condiciones
en la llamada y, por tanto, en la respuesta. Ahora sí ha puesto condiciones: el
joven aquel debe desprenderse de lo que tiene, antes de dar el paso para estar
con Jesús.
Concluye hoy el relato
con la tristeza del joven que ha oído aquellas exigencias, y se siente incapaz
de dar ese paso, porque era muy rico. Ahí es donde puede estar el
núcleo de la cuestión: en la imposibilidad de vivir la fidelidad a las llamadas
de Dios cuando está uno aferrado a “sus riquezas”. Y las tales “riquezas” que,
para aquel joven eran de tipo económico y material, pueden traducirse en
nuestros casos concretos hacia otras “riquezas” de tipo humano: creerse
superior, no admitir más verdad que la propia, pretender siempre llevar la
razón, querer que lo propio sea lo mejor, no conceder al otro su parte de
verdad y bondad… Riquezas del amor propio que hace sobresalir el YO por encima
de cualquier otra cosa. Es bastante claro que todo eso impide esa “vida eterna”
a la que teóricamente se aspira, pero que en la práctica se deja perder entre
las debilidades y las pasiones.
“Ser rico” es el gran
enemigo de las llamadas de Dios y de los propios buenos deseos, que acaban
quedando ineficaces por el conjunto de actitudes personales apegadas al Yo con
que se vive frecuentemente, y que contradice en la práctica los aparentes
buenos deseos del cristiano de a pie.
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