Liturgia: DOMINGO DE RESURRECCIÓN
Llegamos al día más grande del año
cristiano, que es la celebración de la Resurrección de Jesucristo, que es donde
se fundamenta nuestra fe y la razón de ser de nuestra vida creyente. Si Cristo
no hubiera resucitado, no tendría razón de ser creer y seguir a un crucificado
que es vencido en el patíbulo de la cruz. Ahí se hubiera acabado toda su
historia. Pasaría a la posteridad como un hombre bueno que hizo el bien pero
cuya influencia no llegaría más allá que el recuerdo.
Pero al salir vencedor de esa muerte y de ese suplicio
infamante y haber resucitado y demostrado que vive y que su vida sigue siendo
una realidad, nos da pie para saber que nosotros no somos unos ilusos, sino
seguidores y creyentes en un Dios vivo al que la muerte y las pasiones humanas
no le han podido apartar de la historia de la humanidad.
San Pedro, en la 1ª lectura (Hechos 10,37-43) nos lo
expresa con toda contundencia: Somos
testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron colgándolo de
un madero, pero Dios lo resucitó al
tercer día, y nos lo hizo ver a los testigos que él había designado: a
nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección.
Y ese Jesús, vivo tras su muerte, nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo
ha nombrado juez de vivos y de muertos.
De ahí el SALMO que hoy rezamos como un apoyo a la alegría
por la resurrección de Jesús, con ese estribillo que repetimos: éste es el día en que actuó el Señor; sea
nuestra alegría y nuestro gozo.
La 2ª lectura –Col.3,1-4– saca las consecuencias en
nosotros de esa resurrección de Cristo:
Tenemos que buscar las cosas de arriba,
no las de la tierra. Tenemos que proceder como personas que no nos
dirigimos por las atracciones humanas y los goces humanos, sino que miramos al
cielo y nos ponemos ante los ojos el propio ejemplo de la vida de Jesús, para
actuar desde ese otro planteamiento de lo que agrada a Dios.
Y la razón que nos aduce San Pablo es que nuestra atracción
humana y nuestro deseo de goces mundanos HA MUERTO en nosotros cuando vemos a
Cristo muerto, mientras que surge en nosotros una nueva visión de la vida y de
nosotros ante la vida, que ya da un nuevo modo de ser, que da gloria a Dios
Finalmente el evangelio (Jn.20,1-9) nos aporta –según San
Juan- el primer testimonio de que Jesús, el que fue sepultado en la tarde del
Viernes Santo, no está ya en el sepulcro en la mañana del domingo: al tercer
día de su muerte. Testigos de ello son Simón Pedro y ese “discípulo amado” (que
la tradición identifica con el propio Juan evangelista, pero que es algo más
que un personaje concreto). Llegan al sepulcro los primeros y observan que los
lienzos o vendas con que fue amortajado Jesús, están allí en el sepulcro, lo
mismo que el pañolón que envolvió su cabeza. Todo está de modo que lo único que
suscita es la idea de que el cuerpo que envolvieron se ha esfumado. Y aquello le hace creer al “discípulo amado”, que
tiene en ese momento la seguridad de que se ha cumplido lo que Jesús tantas veces
había anunciado: que resucitaría al tercer día. VIO Y CREYÓ, son los dos verbos
con que se concluye el relato.
Ese “discípulo amado” expresa la experiencia de la
primitiva comunidad cristiana, que es la que tiene la primera seguridad de que
Jesús ha resucitado, porque los efectos de la fe en él producen en esa
comunidad unas formas de vida absolutamente diversas a las que traían de
antemano. Es una comunidad renovada,
y esa renovación ha surgido como consecuencia de la fe en Cristo, y de empezar
a vivir al modo con que vivió Cristo. Que eso es SER CRISTIANO.
Todo ello queda intensamente revivido y celebrado en la
EUCARISTÍA de aquella comunidad y en toda Eucaristía que celebramos a través de
la historia, que se prolonga a través de los siglos y da sentido a toda la fe
del cristiano y, por consiguiente, a toda la vida de la Iglesia, que se
sustenta sobre ese hecho primordial de la celebración del MISTERIO PASCUAL, el
paso desde la muerte a la resurrección
de Jesucristo.
La vida cristiana estalla en el ALELUYA pascual, que
expresa la alegría por el Cristo resucitado. Desde esta alegría hacemos a Dios
nuestras peticiones.
-
Para que vivamos con alegría del alma el misterio de la resurrección de
Jesús, Roguemos al Señor.
-
Porque destelle en el mundo la LUZ DE CRISTO, y el mundo se deje
iluminar por esa fe, Roguemos al Señor.
-
Que la resurrección del Señor se traduzca en nosotros por una renovación
de nuestras costumbres, Roguemos al
Señor.
-
Para que demos a la participación en la Misa el valor esencial que
tiene en la fe cristiana, Roguemos al
Señor.
Concédenos,
Padre, la alegría interior de estar asistiendo al hecho determinante de nuestra
fe: anunciando la muerte de Cristo y proclamando su resurrección, para que haga
efectiva en nosotros la venida del Señor.
Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos.
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