Liturgia: El pésame a la
Virgen
Lo
que para nosotros es –en realidad- “Sábado Santo” es un día de luto en la
Iglesia. En todo el día no hay culto. Incluso los templos permanecen
cerrados. La muerte de Jesús se ha
vivido intensamente el Viernes Santo. Después
podríamos decir que estamos retirados en el Cenáculo, en el silencio doloroso
de la muerte del ser querido. No hay
velatorio porque no hubo tiempo para poder velar el cadáver de Jesús. Y como el sábado era día grande de los judíos
y ellos estaban de fiesta mayor y en reposo sabático absoluto, no cabía otra
cosa a los amigos de Jesús que permanecer en esa espera. La vida litúrgica también queda así
paralizada desde la tarde del Viernes, y durante todo el sábado.
He
tenido la bonita experiencia de un pueblo en el que sus fieles se congregaban
el sábado en la Iglesia para dar el pésame a la Virgen. Algo así
podría haber sucedido en el Cenáculo, una vez pasada la noche aquella, tan
dura, tras la sepultura de Jesús. Por la
mañana es María quien sale a la Sala donde están todos. Y respetuosamente se acercan a Ella aquellos
amigos de Jesús, para darle el pésame, unirse a su dolor, apoyarla. También
ellos son directamente afectados y, si cabe, se podría decir que están mucho
más afectados. No porque puedan sentir un dolor más fuerte que el de la Madre,
sino porque les falta a ellos la longitud de mirada que le da a María su fe, su
meter todo en su corazón, su abandono absoluto en el misterio de Dios… Es que ellos ahora mismo no ven más allá. Ellos viven una experiencia de vacío y de
fracaso absoluto. Han seguido a un líder que creyeron invencible, y ahora están
completamente en el aire. O, mejor
dicho, por los suelos. No saben ahora qué serán sus vidas, ni para qué vivieron
aquellos años en el seguimiento del Maestro, que en definitiva ha sido
ajusticiado por las fuerzas religiosas y por las civiles. Los de Emaús son los que expresan al vivo el
sentimiento que les embarga: Nosotros
esperábamos… ¡Ya no esperan! Se les ha hundido la vida. Por eso digo que dan el pésame a María, pero
ellos se consideran muy desgraciados.
De una parte es el propio dolor de la
Madre. Ella vive en su Corazón la ausencia del Hijo de sus entrañas, que ha
quedado allí arriba en el sepulcro. Ella ahora rumia todo lo que ha sufrido
Jesús en las últimas horas. Ella, a la prudente distancia, le ha seguido los
pasos, y ha podido vivir en sus entretelas del alma, cada dolor, cada tormento,
cada expresión del rostro del Hijo… Cada
expresión de aquellos que intervinieron en ese trance. Ella ha ido sintiendo entrarle el puñal en su
propia alma, hasta clavársele hasta la empuñadura. Ella ha dejado a su Hijo cadáver, puesto en
un sepulcro de modo precipitado porque no hubo tiempo ni para los últimos
detalles que se dedican a cualquier cadáver.
Acompañar hoy a María me es una
obligación filial…, un encargo que he recibido de Jesús, allí al pie de su
Cruz. Mi compañía no puede tener
palabras, que me resultarían ridículas. Sólo compañía. Sólo estar allí. Sólo acoger si algo me
quiere Ella expresar. Y no puedo negar,
que mi luto personal necesita también de Ella, y que sé que Ella tomó muy en
serio el encargo de Jesús en la Cruz.
El mundo interior de María es un pozo
sin fondo. María pasó su vida con mil
lagunas que no pudo entender, pero que supo ir guardando en su Corazón. Y si muchas veces rumió tantos y tantos
aspectos vividos misteriosamente en su vida, hoy –en ese silencio doloroso de
su orfandad- parecen irse regurgitando y aclarando…
Aquellos misterios lejanos desde el
momento del anuncio del ángel…, a aquel Belén inexplicable… Aquellos años
silenciosos de Nazaret en los que parecía como esfumarse todo sentido especial
de su Hijo allí escondido en una vida como cualquiera de la aldea. El extraño
gesto del hijo de 12 años, que bien les dio a entender que ese Hijo no les
pertenecía…, aunque aquello fuera un fogonazo suelto en medio de tantos años. O
aquella despedida costosa cuando su Hijo sintió el impulso que le movía.
Todo
eso estuvo en los sentimientos de María aquel sábado. Acogía el pésame para
Ella, pero abría resquicios para los pobres discípulos y amigos, allí todos
encerrados, por el mismo miedo de que su amistad y seguimiento de Jesús, se
pudiera traducir en la propia ruina personal de cada uno. La obra de María es dejarles esa rendija a la
espera…, a la esperanza…, a que tengan todavía la capacidad de aceptar y
sobrellevar esa terrible duda que les embarga…
Porque aún el alma está desolada, pero Dios sigue mirando desde el
Cielo, y no dejará caer sin su permiso un
solo cabello de sus cabezas.
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