Liturgia:
La liturgia de hoy es muy expresiva,
empezando ya por la 1ª lectura (Hech.2,36-41) en que a la predicación de Pedro
le surge una pregunta por parte de los oyentes. Y la predicación de Pedro es el
tema esencial de la predicación cristiana, el mensaje clave que encierra todo
el secreto de la fe: que todo Israel esté
cierto que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías.
Nos dice el autor del texto que estas palabras les traspasaron el corazón. Es la fuerza de la
Palabra cuando no nos limitamos a “leer”, a “saber”, sino que dejamos que entre
dentro y nos cuestione. La gente ha escuchado la predicación del día de
Pentecostés, y acaban muchos dirigiéndose a Pedro para preguntarle las
consecuencias de aquello que acaba de decir: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos? Estaba el horno encendido. Ya
sólo quedaba la respuesta de Pedro para que sus palabras tuvieran el eco que
había pretendido.
Pedro respondió: Convertíos
y bautizaos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen vuestros
pecados, y recibiréis el Espíritu Santo. Lo esencial de la respuesta es
convertirse. Conversión que supone salir de una postura y emprender el camino
hacia otra. En sentido estricto es abandono de los ídolos para volverse al Dios
verdadero. Pero que a los que ya no están en el plano de los ídolos, todavía
les toca un cambio desde sus posturas humanas y su misma manera de vivir la fe,
a esa otra realidad que compromete a vivir de acuerdo con la Palabra de Dios. A
pasar –en este caso concreto- desde la actitud judía que ha rechazado al
Mesías, a la aceptación del tal Mesías al que ellos han crucificado pero al que
Dios ha resucitado.
El efecto de esa conversión va a ser la invasión del
Espíritu Santo para esos que aceptan, y por supuesto para todos aquellos a los
que llame el Señor.
Y nos dice el libro de los hechos que la acción del
Espíritu fue tal que hubo una conversión masiva y que fueron 3,000 los que
aceptaron la fe y se bautizaron.
En el evangelio entra Juan (20,11-18) con la narración
emotiva de la que podríamos llamar “la conversión de María Magdalena”, que pasa
desde la desesperanza total a la euforia plena; desde la penosa idea del “robo
del cuerpo de Jesús”, al encuentro personal en que se puede acoger a los pies mismos
de ese Jesús que nadie robó, sino que –tras su paso por la muerte- ha vuelto a
la vida, como tenía más que anunciado.
Porque ahí está la fuerza de los relatos de la vida
gloriosa de Jesús: que en cada paso de aquellos en los que Jesús se presenta
vivo ante sus discípulos, siempre hay un estribillo: como estaba anunciado (por
el propio Cristo), o bien –con un circunloquio- porque el Mesías tenía que padecer para entrar después en su gloria.
Lo que resalta de ese relato evangélico es la fuerza del
afecto que pone una mujer, fuerza que no se puede contener en la lógica, que
traspasa todos los razonamientos, y que vive plenamente el momento desde el
mismo corazón.
Cualquiera que lea con detenimiento esta descripción de
Juan, tiene que ver que María Magdalena estuvo fuera de todo lo razonable en su
conversación con el supuesto jardinero. Y comprende uno que el momento en que
Jesús se presenta, tenga que ser una admiración con el nombre de la mujer. Ese “MARÍA” que no es simplemente nombrarla
por su nombre, sino una llamativa advertencia de que está delirando, de que no
ha dicho una palabra coherente, de que está como ofuscada… Un “MARÍA” que ponía
en el tono de Jesús todo un admirado reconocimiento de los sentimientos de
aquella mujer semienloquecida por la idea del amigo que ha perdido.
Pero un “MARÍA” que es como un bálsamo de suavidad, un
elixir de la verdad, por el que María Magdalena se ilumina de pronto y ya no
tiene más reacción que la de echarse a los pies de Jesús, cogérselos como quien
quiere evitar que se le pueda ir. Y Jesús que con delicadeza suma –como él
sabe- deja un rato que siga aquella experiencia de María, y que se sosiegue.
Hasta que surge la vocación apostólica: María Magdalena es
enviada a los apóstoles y discípulos para dar la buena noticia de que ha visto al Señor y le ha dicho tales cosas.
Quienes habían visto a aquella mujer desencajada por el dolor y el terror del
robo del Señor y ahora la ven eufórica con un mensaje alegre, no pueden menos
que admitir que la resurrección de Jesús es un hecho incontrovertible.
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