Liturgia
Dos fechas consecutivas hemos tenido en estos
días 14 y 15: ayer, la EXALTACIÓN DE LA CRUZ. Hoy los DOLORES DE MARÍA. Dos
fechas que se complementan y llevan el mismo sentido festivo aunque su
contenido exprese de primeras un sentimiento doloroso. Pero es que aquella cruz
del Viernes santo con toda la mirada puesta en la tragedia de la muerte, ahora
se ha celebrado como EXALTACIÓN, como triunfo, como el resultado ya glorioso de
aquella tragedia. Ahora ha sido mirar la cruz como ese instrumento que “puesto en alto”, ha supuesto la
victoria de Cristo y la salvación de la humanidad.
Pero en esa historia de salvación y triunfo ha estado
adosada la Virgen María, a quien todo aquello le ha supuesto dolor y
sufrimiento. Ya se lo anunció Simeón en los albores del evangelio (Lc 2, 33-35)
cuando le anunció la espada de dolor que
atravesaría su corazón. Desde entonces la vida de María fue entremezclando
dulzuras y sufrimientos, que se hacen más intensos en la vida pública de Jesús,
su Hijo, que es rechazado por los dirigentes judíos y al que la vida se je hace
una continuada subida al Calvario. Y eso la Madre lo padece en su alma porque
puede vislumbrarse el final trágico que va a tener todo aquello, y que tiene su
culminación en la cruz, como patíbulo infamante de muerte, junto a la cual está
María, allí erguida, DE PIE, sin dejarse abatir por el sufrimiento, pero
sufriendo todo lo del hijo, aumentado por lo que es el dolor de una madre que
lo está viendo sufrir en aquella larga agonía.
Ahí vendría la 1ª lectura (Heb 5,7-9) en la que se presenta
a Jesús como el hombre que ruega a Dios con toda la intensidad de su dolor: a gritos y con lágrimas al que podía
salvarlo del sufrimiento. Esos gritos y lágrimas de dolor afectan
directamente a la Madre. Pero Dios no está para hacer milagros que cambien el
curso de los acontecimientos, y la cruz, con su tortura y su angustia de
asfixia, cae cobre Jesús y cae sobre la Madre que está siguiendo cada
respiración que exhala el Hijo, cada vez más angustiada y cada vez más
distanciada.
Y María tiene
que pasar por el momento repugnante del soldado que, lanza en ristre, asesta el
golpe contra el cadáver de Jesús, profanando lo sagrado de la muerte. Aquella
lanzada no dolió ya a Jesús, que estaba muerto, pero fue el golpe de gracia al
corazón de María.
La liturgia se
completa con la Secuencia expresamente dedicada a María, y va haciendo un
resumen de ese dolor de María Santísima, Madre dolorosa, afligida pero
permaneciendo sin doblegarse ante el dolor.
Las
celebraciones litúrgicas están puestas para algo. Aparte de la evocación de unos
acontecimientos históricos, son una llamada a nosotros para que nos adhiramos
al hecho y saquemos de nosotros mismos el mismo talante con que enfocar la
vida. Y la vida trae sufrimientos, dolores, espadas que atraviesan el alma. Y
ante esa realidad nosotros tenemos que tomar el ejemplo de Jesús y de María
para abordar la contrariedad con ánimo sobrenatural.
Nosotros también
clamamos a gritos y con lágrimas en determinados momentos de la vida. Queremos
el milagro, que no vemos que se produzca. Los problemas humanos y provocados
por la realidad humana, está ahí y permanecen. Y Dios no sale al paso con
milagros que alteren el paso normal de las circunstancias naturales. Y sin
embargo es curioso lo que dice la carta a los Hebreos en ese texto que hemos
leído, y es que “Jesús fue escuchado por
su actitud reverente” y que Él, a
pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. He ahí la gran salida
de esos gritos y llanto: aprender,
sufriendo, a obedecer. No tener el milagro que soluciona un problema sino
aprender esa otra ciencia de acogida en obediencia de los planes de Dios.
Entonces el
sufrimiento de Jesús y de María tienen un sentido y ninguno de los dos se
sintió fracasado ni “dejado de la mano de Dios”. Jesús vive en sus propia vida
que “llevado a la consumación, se ha
convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna”. Y
con Jesús, va María. Para ella, para María, el dolor padecido por el Hijo no ha
sido en balde ni permanece como dolor aplastante, sino que ella ha sido asumida
en la misma obra de redención de Jesucristo, y con ello se ha convertido para
nosotros en ejemplo de obediencia para alcanzar nuestra propia salvación.
Al siguiente día de la Fiesta de la Santa Cruz se celebra la de la Virgen en su misterio de dolor ante la muerte terrible de su único Hijo crucificado. Son muchas las imágenes de la Piedad, de la Virgen Dolorosa al pie de la Cruz, De la Madre de Dios desolada pero intercediendo y entregándose como corredentora de toda la Humanidad con su Hijo.
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