AMANECER EN BELÉN
La noche se serenó suficientemente y descansaron María y
José, cada uno desde su particular vigilancia, María muy cerca del niño; José
en la embocadura.
José se desveló antes, no sé si por el frío o porque bien
cayó en la cuenta de que había temas que resolver de inmediato, en cuanto
amaneciera. Porque allí no iban a quedarse. Hoy comerían con los pequeños
obsequios de los pastores. Pero eso no era solucionar apenas nada. Sobre todo:
de allí, del lugar improvisado por la urgencia del momento, había que partir
ese mismo día. Había que buscar un alojamiento en la ciudad. Un mínimo techo
bajo el que estar, en tanto se pensaba lo que habría que hacer.
Cuando María se había despertado y se puso en pie,
desentumeciendo los músculos, José le expresó su pensamiento. Coincidían
plenamente; era lo más lógico. Pero lo que José llevaba sobre sí era dejarla
sola en aquel descampado. ¡Y no había más remedio! María lo veía claro. Ella
sabía que quedaba bajo la protección de Dios. Y tranquilizó a José y le dijo
que se fuera sin recelo. Que preparara la mula y que emprendiera ese trayecto
de 2 kilómetros .
José, entre afligido y alegre, salió cara al aire frío de la
mañana, pero con la mirada puesta en el Cielo y el corazón en Dios. Siempre
estuvo Dios con ellos. Él iba confiado en sus manos. Claro que el esclavito está para algo y
–aunque a la distancia sublime de la mística-, yo estoy allí para algo. María
no va a quedar sola. Yo me quedo y, aunque siempre guardando mí sitio y sin
entremezclarme, le puedo decir a María que cuente conmigo.
María salió un poco a estimular sus músculos. El Niño dormía
plácidamente. Yo me quedé cerquita, muy cerquita, porque tenía el
presentimiento que ese Niño expresaba vida –pero vida de dentro- en cada
respiración. Me fui acercando. Es evidente que el Niño no hablaba. Pero no me
quedaba sordo a esa voz profunda que habla más que el silencio.
San Pablo lo sabía. La liturgia lo explicitó atrevidamente.
San Jerónimo lo dijo con una palabra que a mí siempre me deja recogido en el
alma. Es un silencio elocuente. Y San Pablo dirá que “ha aparecido la Gracia
de Dios enseñándonos con elocuencia” Y a mí no se me pasa por alto.
Mientras María está rondando por allí, sin perder de vista al Niño, yo estoy
como queriendo escuchar… No me quito de mi pensamiento que hay más elocuencia
en ese silencio del niño-rey recién nacido…, de la PALABRA hecha carne y
viviendo ya entre nosotros, y que escuchar esa Palabra HACE HIJOS DE DIOS. Por
eso no pierdo puntada. ¿Habrá allí alguna cosa que me esté queriendo decir
algo?
María entró. Yo me separé de mi proximidad. Sentí como que
había una complicidad entre Ella y yo. Ella, guardaba en su Corazón. Yo sentía
un presagio de algo. Y no renuncio a volver a acercarme a solas, en cuanto
pueda, porque Jesús está callado, como niño que es, pero ese Jesús HABLA donde
otras voces no se oyen. Sí la suya.
Me vais a permitir parar la escena “a lo Berlanga”. El rato
que María estuvo fuera, yo me atreví a la travesura de sacarlo del pesebre y
acogerlo en mis brazos. No era más que ese trocito pequeño de un niño recién
nacido, que no hace sino lo propio de un recién nacido...
Pero de pronto experimenté que más
que arrullarlo yo a Él, Él me calentaba a mí. Que era pequeño, callado,
impotente…, pero que de su calor brotaba un enorme borbotón de vida.
Aquí me gana la
Liturgia de la
Nochebuena. Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al
hombre, enseñándonos con erudición
de sabiduría. Yo no había hecho nada, ni merecía nada, ni mi acción había
sido otra que coger al Niño en los brazos. Y surgió esa avalancha de palabras
de LA PALABRA …,
la callada y elocuente Palabra de Dios, del NIÑO recién nacido, como que me
decía: “Mírame; limítate a mirarme. Detén tus ojos en
mi “nada humana”…, y ya tienes todo lo que quiero decirte: ¡Que abandones los ídolos mundanos y la vida a
“media religión”! Reconozco que me fue como un terremoto en mi alma. ¿Ídolos
mundanos! Los tengo a montones. Desde que me levanto hasta que me acuesto: “Voy
a hacer”, “me gusta”, “no tengo gana”, “mañana haré”, “me quedo sentado tranquilo”,
“¿qué tiene esto de malo?”, “voy a comprarme…” Y así podemos construir nuestra
personal letanía. ¿No son demasiados ídolos los que tengo? Podría hasta
enumerarlos. Son más de los que creo y de los que veo.
Y es que YO soy el primer diabólico ídolo que se mete en esos
“deseos mundanos”. Y el pequeño-GRANDE Corazón del Niño, parece que me está
latiendo más fuerte… Me está avisando. Ha aparecido la bondad de Dios que trae la salvación a todos”. ¿Me estará llegando? ¿Estará escuchando mi alma esos latidos suaves,
pero tan recios, de ese corazoncito humano que me he atrevido traviesamente a
sacar del pesebre frío para ponerlo sobre mi pecho.
Y no ha acabado de “hablar” el Niño. Porque la vida no se
compone de “renunciar” al mundo. También a la “vida sin religión” ¡Qué tontería parece decir ahora esto, cuando estamos
derretidos con el Niño. ¡Si fuera tan difícil “la vida sin religión”…!
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