Liturgia:
Salomón está admirado:
1Reg.8,22-23.27-30. Admirado de que Dios se avenga a morar en un templo, cuando
ni arriba en el cielo ni abajo en la tierra hay un Dios como él, fiel a la
alianza con sus vasallos, que caminan de todo corazón en su presencia.
¿Cómo es posible que
Dios habite en la tierra, si no cabe en el cielo? ¡Cuánto menos en un templo
que te he construido? Salomón prorrumpe en admiraciones y oración de acción
de gracias y súplica porque Dios se ha dignado habitar en la tierra. Quiere
Salomón que cuando recen las gentes en aquel sitio, Dios escuche desde el
cielo, y perdone a sus fieles.
La misma oración admirada podríamos elevar nosotros. ¿Cómo
es posible que el Dios del cielo se venga a escuchar a la tierra, y a bendecir
a sus hijos? ¿Cómo es posible que Dios habite en los hombres, y la infinitud
suya pueda albergarse en la pequeñez del corazón humano? Admirable es que Dios
habite en la tierra, pero más admirable es cuando vive en ese templo personal
del individuo: ¿No sabéis que sois templo
de Dios y que el Espíritu Santo habita en vuestros corazones?
Pues si Salomón se admiraba de la parte que él conocía, aun
tan lejana de la realidad que nosotros disfrutamos ¿qué deberemos nosotros
experimentar de admiración cuando entramos en el misterio que vivimos quienes
estamos ya en la nueva era, y hasta podemos sentir a Dios como PADRE?
Entramos en el solemne capítulo 7 de San Marcos. Hoy sólo
en los versículos del 1 al 13. Estamos ante una comida de Jesús con sus
discípulos. Y allí no hay abluciones rituales, de las que eran fervientes
cumplidores los fariseos, preocupados por las “purezas según la ley”, aquellas
que ellos habían elevado a superstición. Y de lo que era una norma de higiene
legal, habían hecho todo un ritual fanático religioso, por el que no bastaba
lavarse las manos sino restregar bien, lavar hasta el codo, y limpiar antes de
comer los platos, las jarras, las ollas. No era que eso estuviese así
dictaminado por la ley, sino que se había ido exagerando de generación en generación
y ya se imponía como costumbre de “sus mayores”.
Los discípulos de Jesús se disponen a comer con toda
normalidad, y los fariseos le llaman la atención a Jesús porque sus discípulos
no han hecho esas abluciones y, en consecuencia, en la mentalidad farisea, comían con manos impuras, sin seguir la
tradición de los mayores.
Jesús se indigna con aquellas exageraciones tan al margen
de una verdadera religión y les tilda de “hipócritas,
pueblo que honra a Dios con los labios, pero cuyo corazón está lejos de él,
porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”.
Y se lo va a poner muy claro delante de los ojos: Dejáis el mandamiento de Dios para aferraros
a la tradición de los hombres. Es el caso que Dios ha mandado a los hijos
honrar a sus padres, y ayudarles y sostenerlos en su vejez. Sin embargo vosotros decís: “si uno le dice a su padre o
a su madre: ‘los bienes con que podría ayudarte los ofrezco al templo’, ya no
le permitís hacer nada por su padre o por su madre, invalidando así la palabra de Dios con la tradición que os trasmitís. Y
COMO ÉSTA, HACÉIS MUCHAS”.
A mí me ha impresionado siempre esa última frase, porque
creo que nos pone el dedo en la llaga en muchas formas externas religiosas con
las que muchas gentes suplen lo verdaderamente importante de la relación con
Dios. La piedad popular es variopinta. Y bastantes formas exteriores de
expresión de la fe, tienen su valor y constituyen una “liturgia” con la que las
gentes se saben expresar con Dios. Pero será siempre que esos “añadidos populares”
desemboquen en la esencia misma de la vida cristiana que son el cumplimiento de
los mandamientos, la oración y la vida de sacramentos.
Cuando la tal “piedad popular” se queda en las velas, los
“toques” a las imágenes, las “mandas” (promesas de “doy si me das”), bendecir
de estampas, las flores y toda esa gama de formas externas que no repercuten en
la vida de la persona, la verdad es que pienso que “como ésta, hacéis muchas” y
que se está cambiando el mandamiento de Dios por “las costumbres humanas”, que
ni pinchan ni cortan en el orden moral de la persona, y en adorar al Padre en espíritu y verdad, que fue el distintivo que
Jesús mostró a la samaritana de lo que es verdaderamente la RELIGIÓN.
Nada hay peor que una oración sin caridad. La gracia de Dios es cercanía, es ternura. Si en nuestra relación con el Señor no sentimos que Él nos ama, si no nos atrevemos a llamarle Abba, aún no hemos entendido. Sólo hay que adorar a Dios. Sólo a Él hay que darle el culto de latría; y, este culto consiste en la caridad y el amor.
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