Liturgia:
Acabamos la semana primera de
cuaresma y culmina la liturgia invitando a hacer lo que Dios manda, a seguir
sus caminos. Deut.26,16-19 trasmite la llamada de Moisés al pueblo, en la que
comunica el mandato de Dios: cumplir hoy
estas leyes y decretos. Y exhorta a guardarlos
y cumplirlos con todo el corazón y con toda el alma. Aunque estamos en esos
inicios de la relación de un pueblo primitivo con su Dios, se le está pidiendo
que no sea un mero cumplidor de órdenes como el soldado en el cuartel, que
ejecuta por obligación pero sin corazón. Aquí se le está pidiendo ya lo que
podremos llamar “poner afecto”, “afectarse” en esa manera de cumplir los deseos
de Dios: con todo el corazón y con toda
el alma.
Eso es muy importante a la hora de hacer nuestro examen de
conciencia sobre la fidelidad a nuestras obligaciones, porque no se trata de
“cumplimientos” de cuartel sino de poner el alma y el corazón en hacer aquello
que se hace, máxime cuando la respuesta se está dando a Dios.
Y entra un elemento digno de consideración: no se trata
sólo de que Dios lo quiere (que ya sería fuerza mayor) sino que tú mismo te has comprometido hoy con el
Señor a que sea tu Dios, a ir por sus caminos y a observar sus leyes,
preceptos, mandatos y decretos, y a escuchar
su voz. Otro nuevo matiz: Más allá de la materialidad del precepto al
pie de la letra es escuchar la voz del
Señor (que vendría a ser la verdadera oración, por cuanto que ya se abraza
la persona a la palabra que sale de la
boca de Dios, aunque ni llegara a ser precepto, sino sólo vislumbrar el
deseo de Dios).
Y por su parte Dios
se compromete a que seas su pueblo propio. Dios nunca se va a quedar en
menos de lo que se le ofrece. Dios siempre da más: Él te elevará por encima de todas las naciones…, y serás un pueblo
consagrado al Señor tu Dios, como lo había prometido.
El evangelio (Mt.5,43-48) abre el abanico y no se queda
sólo en esa relación de la persona con Dios. Ahora se trata de escuchar su voz y encontrar que Dios
quiere ser servido en sus otros hijos, nuestros hermanos, nuestros prójimos. Y
Jesús comienza como en otras materias, recordando lo que se dijo a los
antiguos, lo que se enseñó en el Antiguo Testamento: Amaras a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo amad a vuestros enemigos, haced bien a los
que os aborrecen, y rezad por los que os persiguen y calumnian. Ha sido un
salto radical.
Yo sé que es muy fácil decir que no se tienen enemigos y
será verdad en lo esencial. Pero no queda tan claro que no existan recelos y
ocultas aversiones por las que alguien queda como “enemigo potencial”, y se
recela de él. Jesús lo ha expresado con meridiana claridad: aun cuando ese
enemigo me persiguiera y calumniara, yo tengo que empezar rezando por él, para
pasar a hacerle el bien y a amarlo.
Así seréis hijos de
vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre buenos y malos
y manda la lluvia a justos e injustos.
Y lo reafirma y ratifica y lo pone delante de una nueva
manera: Si sólo amarais a vuestros amigos y menospreciarais a vuestros
enemigos, ¿qué os diferenciaba de los paganos? Ellos lo hacen así. Pero
vosotros sois ahora llamados a otra esfera en la que toca hacer las cosas desde
otros principios, desde otra profundidad del alma.
Y para concluir, deja caer esa frase lapidaria que está
abarcando todos los aspectos del Sermón del Monte: Por tanto: sed perfectos como
vuestro padre celestial es perfecto. Dios no deja nada a medias. Dios
lo deja todo acabado. Es SU PERFECCIÓN. No le falta nada. Lo que nos está
pidiendo es que, en nuestra medida, en nuestras posibilidades, lo que hagamos
lo hagamos completo. Que eso es lo abarca el término “perfecto”.
Y dado que nuestra indigencia no llega nunca a la
perfección en un momento concreto, hemos de perfeccionar en el día a día, en el
poco a poco, en hacer hoy lo que puedo hacer hoy y aspirar a que mañana se
llegue también a llenar el cupo. Y así sucesivamente. Nuestra PERFECCIÓN
llegará a la hora de la muerte, en que ya lo que se ha hecho, bien hecho, hecho
está.
En lo tocante a nuestra relación con el prójimo –incluso
“enemigo”, podremos irnos a la frase equivalente que trae San Lucas: Sed misericordiosos como vuestra Padre es
misericordioso.
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