Liturgia:
Isaías 1,10.16-20 es una llamada al
pueblo, y precisamente al peor considerado, el de Sodoma y Gomorra, para que
escuche la palabra de Dios que le llama a la purificación: Lavaos, purificaos, apartad de mí vuestras malas acciones; cesad de obrar
mal, aprended a obrar bien, buscad la justicia, defended al oprimido, sed
abogados del huérfano, defensores de la viuda. Se han entremezclado dos
formas de esa limpieza del alma: la que ha de salir de lo defectuoso y
pecaminoso, y lo que ha de hacerse de bueno con los necesitados de ayuda.
Hay que salir de las malas acciones y de obrar mal. Se ha
de incorporar a la vida el obrar bien, y eso se concreta al trato con el
huérfano y la viuda.
Y cuando ya se haya puesto en marcha esa doble realidad,
ahora cabe entrar en diálogo con Dios. Y entonces, aunque vuestros pecados sean
rojos como grana, blanquearán como nieve. Es esa realidad que nos resulta
tan difícil muchas veces, y que hay quien no la entiende. Para Dios, el pecado
del que ha habido arrepentimiento y salida de la situación, es algo que
desaparece ante los ojos de Dios. Y está expresado con esa imagen tan
significativa: pecados que resultaban rojos como la grana, puestos en el
corazón de Dios acaban blanqueados.
Por eso el que no tiene esa certeza y sigue angustiado por
un pecado pasado, tiene que entender que no está mirando desde los ojos de
Dios. Tiene que comprender que el problema no es que Dios no hubiera perdonado.
El gran problema es que la persona no se perdona a sí misma. Hemos entrado así en una
dimensión que ya no es la dimensión de Dios y del perdón de Dios, sino en una
dimensión psicológica que sólo depende de la persona. Es lo que se llama “el
pecado psicológico”, que ya no hacer referencia
Dios, ni el “perdón” depende de Dios, porque la culpabilidad está
situada en otra parte muy distinta de lo que es la conciencia.
La conciencia refleja a Dios. Y por tanto, perdonado el
pecado por Dios (a través del sacramento), la conciencia queda en paz. Sabe que
ahí ya no se revuelve el pecado cometido, que ya ha blanqueado como nieve. Lo
demás que puede quedar como un malestar personal por el mal hecho, ya no es
problema de conciencia ni se resuelve en un confesionario. Ahí acabaría la
lectura de Isaías que tenemos hoy: Si
sabéis obedecerle, comeréis lo sabroso de la tierra. Si rehusáis y os rebeláis,
la espada (la angustia) os comerá.
Por eso Jesús ha salido al paso en Mt.23,1-12 advirtiendo
de que hay que ser justos, honrados y
buenos mucho más allá de lo que se comportan los escribas y los fariseos. Ellos
lían fardos pesados e insoportables y se
los cargan a las gentes en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover
un dedo para empujar. Exigen mucho a los demás, les plantean unas
obligaciones estrictas. Pero ellos se quedan al margen. Todo lo que hacen es para ser
vistos de la gente y que les llamen: ‘maestro’. Todo tan contrario a la
doctrina de Jesús, que llega a enseñar que la mano izquierda no se entere del
bien que hace la derecha…, o que lo que se vive en ese plano de experiencia de
la fe, se haga “en el interior del aposento”, donde el que ve es Dios y no los
hombres.
Y como a Jesús le gusta llevar las cosas al extremo para
hacer más visible su pensamiento, enseña a no llamar ni “maestro”, ni “jefe”,
ni “padre” a nadie en la tierra, porque uno solo es el maestro, jefe y padre,
que es Dios.
Es evidente que el Señor no se está metiendo a dictaminar
un uso del lenguaje. Lo que le importa es dejar claro que el magisterio
auténtico viene de Dios, que el único jefe verdadero que lo abarca todo es
Dios, y que “padre” sólo es el del Cielo. Todos los demás que lleven esos
nombres son subordinados que han de reflejar la verdad de Dios.
La conclusión es muy clara y muy conocida: El primero entre vosotros será vuestro
servidor. Ni padre, ni maestro ni jefe para estar por encima. Y todo se
resuelve finalmente en otra de esas repetidas expresiones de Jesús para dejar
claro el fondo de su pensamiento: El que
se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido. Abarca toda
un síntesis del pensamiento de Jesús, a partir del cual se puede extraer el
meollo de su vida y de su enseñanza.
"Por eso el que no tiene esa certeza y sigue angustiado por un pecado pasado, tiene que entender que no está mirando desde los ojos de Dios.", nos dice hoy el Padre Cantero en una nueva lección magistral y muy necesaria, acerca del pecado y la confesión.
ResponderEliminar¿Y que es mirar desde los ojos de Dios? -preguntaría alguien.
Pues entiendo que mirar desde los ojos de Dios es tener la certeza de que Dios SIEMPRE perdona cualquier pecado que hayamos cometido, si verdaderamente estamos arrepentidos, dolidos y con propósito firme de no cometerlo otra vez.
Y prosigue el comentario:
"Tiene que comprender que el problema no es que Dios no hubiera perdonado. El gran problema es que la persona no se perdona a sí misma. Hemos entrado así en una dimensión que ya no es la dimensión de Dios y del perdón de Dios, sino en una dimensión psicológica que sólo depende de la persona. Es lo que se llama “el pecado psicológico”, que ya no hacer referencia Dios, ni el “perdón” depende de Dios, porque la culpabilidad está situada en otra parte muy distinta de lo que es la conciencia.
La conciencia refleja a Dios. Y por tanto, perdonado el pecado por Dios (a través del sacramento), la conciencia queda en paz. Sabe que ahí ya no se revuelve el pecado cometido, que ya ha blanqueado como nieve. Lo demás que puede quedar como un malestar personal por el mal hecho, ya no es problema de conciencia ni se resuelve en un confesionario."
Y yo diría que el malestar por haber pecado, entiendo que tiene que ver en parte con el verdadero dolor de haber cometido lo malo. Algo que no tiene que ver con la conciencia. La conciencia queda limpia en la absolución después de haber hecho una confesión sincera, si es que la persona "se cree" que ha recibido de verdad el perdón de Dios. Aquí puede haber un problema.
Y es que a veces se puede caer en el "error" protestante de no creerse del todo, que Jesús actúa por medio del Sacramento.
¿Solución? Actos de fe y oración.