LITURGIA
Llegamos al final de la tercera semana de
Cuaresma. La constatación que hace el Señor en Os.6,1-6 es la de un pueblo que
vuelve al Señor. Cuanto se ha padecido, cuantas pruebas ha encontrado en su
camino, han sido para que se manifieste con más fuerza la misericordia de Dios.
Lo que queda ahora es esforzarse por conocer más al Señor.
El Señor será para nosotros como lluvia temprana y tardía,
lluvia fecundante que empapa la tierra. Porque
quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos.
Enlaza con el evangelio Lc.18,9-14), la conocida parábola
del fariseo y el publicano. En ella se muestra de una parte al hombre que viene
a presentar ante Dios sus méritos y por tanto “sus derechos” a ser escuchado.
Es un hombre que no se ve en la necesidad de “volver al Señor”, porque se
considera ya justificado: Yo pago, yo
ayuno…; no soy como los demás hombres, que él cataloga ya de injustos,
adúlteros o despreciables publicanos (como ese que está al final del templo,
casi sin atreverse a mirar hacia arriba, porque se considera pobre pecador que sólo puede esperar de
la misericordia de Dios).
Jesucristo emite su juicio sobre los dos personajes: el que
se cree bueno, ya ha cobrado su paga. No puede recibir la paga de Dios. El
publicano, que sólo pide misericordia, sale perdonado.
[SINÓPSIS 311; QUIÉN ES ESTE, pgs. 120-122]
La flagelación era un castigo de esclavos. De hecho San
Pablo recurrió a declararse ciudadano romano para no ser azotado. La
flagelación dejaba infamado socialmente, y eso en el buen caso de salir con
vida.
El castigo “a la romana” no tenía fijado un límite de
azotes. Ni un tipo de flagelo, que podía llegar a ser sangrante por sí mismo.
Aunque la realidad es que siempre acababa el castigado con las carnes destrozadas.
Al modo judío estaba limitado a 39 azotes, por una
interpretación muy farisaica del castigo indicado en el Código de la Alianza,
que advertía que se dieran 40, pero que se tuviera cuidado de la vida de la
víctima. Y lo resolvieron determinando que fueran “40 azotes menos uno”
El flagelo normal podía ser, bien de dos correas de cuero
acabadas cada una en dos bolas de acero, bien de 4 correas terminadas en una
bola de acero. Otros flagelos no eran normales. Gibson, que se plantea la
flagelación del Señor desde un modo muy peliculero, presenta ese flagelo de una
bola grande llena de pinchos en todo su exterior, aunque se descartara para
este caso.
Los verdugos eran gente avezada, que cumplían su oficio
como se puede cumplir con otro. No hemos de pensar que esos hombres tuvieran
una aversión especial contra Jesús. Era uno más de los que tenían que castigar.
Ni con más ganas, ni con menos. No hay por qué imaginar, a lo Gibson, unos
facinerosos llenos de odio o brutalidad.
A la víctima desnuda se le podía atar de diversas maneras.
Me inclino por una columna más alta, que mantiene los brazos en alto con una
argolla y dejan al descubierto todo el torso, quedando el cuerpo al descubierto
de la espalda a los pies. Y un verdugo a la derecha y otro a la izquierda van
dejando caer los golpes.
Esa es la imagen de Jesús en los azotes. Un primer golpe
que duele, un segundo que estremece, un tercero que contorsiona, un cuarto que
abre llaga…, y así sucesivamente, hasta los posibles 39 que dejan un total de
156 puntos magullados o heridos.
Lo más probable es que no se podían soportar en estado de
conciencia. El umbral del dolor es muy sabio y la víctima de un martirio como
éste, acaba perdiendo el conocimiento y dejando derrengado el cuerpo que queda
péndulo colgado de las manos. La sangre brota al exterior y llega a salpicar
sobre el suelo.
Así se prolonga este castigo golpe tras golpe, y a partir
de un determinado momento ya sin sentido. Es simplemente cumplir con el oficio.
Pero para nosotros debe ser objeto de una oracion íntima, porque no podemos
asistir a este episodio como meros espectadores a los que se nos cuenta el
hecho como una película. Tenemos que personarnos en aquel patio y sentir con
Cristo el dolor y la humillación y barbarie de este hecho. Para Pilato era un
“castigo” para luego dejar en libertad a Jesús… Lo que pasa es que eso no se lo
creía ni él. Se aisló del suceso mientras él estaba en sus habitaciones interiores
de la Torre Antonia, como si aquello que había ordenado no tuviera más
trascendencia. Lo que pasara con Jesús le importaba poco. Lo que a él le
interesaba era salir él indemne del caso.
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