LITURGIA
La conciencia. Éste es el tema de hoy para
abordar en nuestro camino cuaresmal. La palabra de Dios nos enfrenta a nuestra
conciencia y a nuestra conciencia en el momento actual: No “lo que fuimos” o
“lo que podríamos ser” sino a lo realmente somos. Del pecado es responsable el
que lo comete y mientras no se arrepiente de él. Por eso no es el padre
responsable del pecado del hijo, ni el hijo es responsable del pecado del
padre. Cada uno es responsable de su conciencia. Uno que pecó pero que se ha arrepentido
de su pecado y ha cambiado de conducta, está perdonado. Tiene su conciencia
limpia. Otro que fue muy bueno pero que peca ahora y no se arrepiente, tiene su
conciencia sucia. Y uno y otro serán juzgados por su estado de conciencia
actual. (Ez.18,21-28).
En el evangelio (Mt.5,10-26) el Señor afina respecto de lo
que se vivía hasta entonces en la conciencia de las gentes. Para ellos “no
matarás” era materialmente no matar. Para Jesús “matar” es algo mucho más
amplio que quitar la vida. Porque basta el maltrato, el juicio o la palabra
ofensiva, para que ya se le haya hecho a la otra persona el daño de “matarla en
el corazón”.
De donde se sigue que basta que uno tenga conocimiento de
un hermano está sufriendo por causa de ese, para que el tal sujeto deba reparar
la situación antes de hacer ofrendas a Dios. Por eso dice Jesús que si cuando vas a presentar tu ofrenda al
altar, te acuerdas de que tu hermano tiene quejas de ti, vete primero a
reconciliarte con tu hermano, y luego vuelves para presentar tu ofrenda. No
es que se excluya a alguien, sino que primero repare, antes de ofrecer algo a
Dios.
[SINOPSIS 290-291; QUIÉN ES ESTE, pgnas. 90-93]
“Y después de rezar
el himno, salieron para el monte de los olivos” (Mt.26.30), al otro lado del torrente Cedrón, donde
había un huerto, en el cual entraron él y sus discípulos. (Jn.18,1). Llega
el grupo de Jesús y los Once. El estado de ánimo era malo. Los anuncios hechos
en la Cena (ya detenidamente tratados), la imagen del Cordero sacrificado, que
le presagiaba a Jesús su propia muerte, las sombras alargadas a la luz de la
luna llena, la depresión del terreno junto al torrente…, todo confluía en un
sentimiento trágico que presagiaba lo peor.
Ahora Jesús deja a la entrada a ocho discípulos: Quedaos aquí mientras yo voy a orar allí.
Y él se va a adentrar en el huerto con los tres testigos de la transfiguración,
a los que les confiesa en intimidad que me
muero de tristeza. Y con el mismo sentimiento del amigo que se confía a los
amigos: velad y orad para que no caigáis
en tentación, y se retira a unos 30 metros, tras una piedra grande, y allí
entra en oración angustiada arrodillado, como nos explicita San Lucas.
Quedaban los tres apóstoles desolados, porque nunca habían
visto así al Maestro, y ellos mismos entraron en profunda desolación que les
indujo a echarse al suelo, y con ello que les ganase el sueño y se quedaran
dormidos, sin poder escuchar la oración de Jesús que nos describe la carta a
los Hebreos como oración a agritos y con
lágrimas. En ella suplicaba a Dios que le apartase aquel sufrimiento.
Duró una hora aquel rato hasta que se calmó algo y vino a
apoyarse en sus tres íntimos, y se los encontró dormidos. También Pedro, el que
estaba tan dispuesto a morir con él. Por eso a Pedro se dirige Jesús y lo despierta
y le pregunta: Simón ¿duermes? ¿No has
podido velar una hora conmigo? No tenía respuesta. Siempre lo imagino con
ese rostro absurdo del recién despierto de un primer sueño, que ni siquiera
sabe dónde está. No tenía mucho que decir ciertamente. Lo único que se saca de
aquí es la soledad espantosa en que se sintió el Señor. ¡Ni ellos habían podido
acompañarlo! No le quedó otra palabra que recomendarles de nuevo que oraran
para que no llegaran a escandalizarse con los acontecimientos que se venían encima:
El espíritu es fuerte pero la carne es
débil, fue su palabra antes de volverse a su oración.
Y se retiró de nuevo. Ahora pega su rostro al suelo y en su
oración hay un paso nuevo: el de la aceptación martirial: si no es posible que pase de mí
este cáliz, que se haga, Padre, tu voluntad; que no sea como yo quiero sino
como quieres tú. Y así pasó una nueva hora de lucha y sufrimiento. Dice San
Lucas (22,40-46) que la respuesta de Dios fue un ángel que le confortaba. No le
apartaba el cáliz, pero le ayudaba a aceptarlo. Como él enseñó en otra ocasión:
Dios da Espíritu Santo a quienes le piden.
Era lo que le quedaba ya por delante.
Si uno se para y reflexiona, mira atrás a su vida, tal vez traiga al recuerdo los pecados del pasado. No es recomendable hacer esto en según que circunstancias, pero mi experiencia personal me enseña que a veces es bueno observar un momento lo que fuimos para así dar más gracias a Dios por habernos cambiado y sobre todo gracias por su infinita misericordia y su perdón. El apóstol Pablo lo hizo en alguna ocasión como está registrado en la Biblia cuando se refería a sí mismo como aquel que perseguía a los cristianos. De ese modo traía a la mente su pasado para ayudar a entender el presente y poder caminar firme hacia el futuro.
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