LITURGIA
Hoy sábado aprovecha la liturgia el día para
hacer una síntesis de personajes
bíblicos que fueron importantes por su fe. (Hb. 11,1-7), entre los que cita a
Abel, que agradó a Dios con su oblación, y a Noé, obediente, que se refugió en
el arca durante el diluvio. Todo va orientado a exhortar a vivir colgados de la
fe en la salvación que viene por Jesucristo, y que es la que salva. Y no por
meritos humanos, que no justifican, porque no son las obras humanas las que
pueden obtener la salvación ni las que hacen santos. Los santos son los que
responden a la llamada de Jesucristo, y viven de acuerdo a la vida que mostró
Jesucristo.
En el evangelio (Mc.9,1-12) venimos de dos momentos
difíciles: la reprensión de Jesús a Pedro: Apártate,
Satanás; tus pensamientos no son los de Dios, y a continuación Jesucristo
que aplica su propio padecer –anunciado a los apóstoles, que se han
escandalizado- en los principios de vida que hemos de seguir los que queremos
seguir a Jesucristo: negarse a sí mismo,
tomar la cruz, perder la vida. Evidentemente todo esto se le hacía muy
nuevo y muy duro a los Doce.
Por eso ahora Jesús quiere presentar la visión completa de
su vida, y toma a Pedro, Santiago y Juan y se los lleva consigo a una montaña
alta, allí donde quedan separados del tumulto de los pensamientos. Y ante ellos
se transfigura, quedando brillante y con los vestidos de un blanco
deslumbrador.
Junto a Jesús aparecen ahora a los ojos de los tres
discípulos Moisés (el Patriarca que representa la Ley) y Elías, el Profeta que
enseña la verdad de Dios. Ambos conversan con Jesús.
Pedro se siente muy a gusto en aquella situación, y viene a
proponerle a Jesús una salida muy airosa (es decir: sin cruz y sin pasión): Aquí se está divinamente. Vamos a hacer tres
tiendas, una para Moisés, otra para Elías y otra para ti. Está dispuesto a
quedarse a la intemperie con los otros dos, pero al fin y al cabo sin el
mensaje de un mesianismo que padece.
En eso, una nube los cubre. Para un israelita ese fenómeno
hablaba de la presencia de Dios. Y en efecto, Dios habla desde la nube a
aquellos hombres asustados, y dice: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.
Los tres cayeron de bruces al suelo, como cubriéndose de la presencia de Dios.
Y pasó el momento y levantaron los ojos, todavía temerosos,
y vinieron a encontrarse con la realidad de todos los días: ni está Moisés, ni
está Elías, ni hay nube, ni Jesús está luminoso. Vieron a Jesús solo.
Ya estaba dada la lección. El Mesías, el que va a padecer a
manos de los enemigos, es el Hijo de Dios que aparece lleno de luz, y por otra
parte es el Jesús de siempre: Jesús solo. La luz brillante vendrá más adelante,
pero cuando haya resucitado de entre los
muertos, que es cuando podrán los tres discípulos dar fe de este momento
que han vivido, pues así se lo mandó el Maestro. Todavía no entienden lo que
significa eso de “resucitar de entre los muertos”. Pese a todo, siguen sin
tragarse la realidad que Jesús les ha anunciado.
¡Qué trabajo les costó comprender esa lección! De hecho
cuando llega la Pasión, ellos siguen sin estar preparados para vivir ese
trance, y se dispersan y tira cada uno por su sitio a refugiarse de la que
estaba cayendo. Y llega la resurrección y no lo creen.
Nosotros somos capaces de extrañarnos de aquella
incredulidad… Pero ¿qué nos pasa a nosotros cuando nos toca alguna parte del
cáliz de la pasión? Con dificultad nos resignamos a padecer. Y sin embargo es
parte de esa cruz personal que nos ha tocado vivir, y a la que hemos de aceptar
con esperanza y fe, porque sabemos perfectamente que el dolor no es la última
palabra de la vida. Y sin embargo, luchamos contra la cruz los años enteros, y
por el temor de ser desdichados, permanecemos siempre miserables.
La transfiguración ha llegado para abrirnos a la visión
completa de la vida en plano de fe, para no sufrir escándalo ante la cruz y
para escuchar a Cristo, Hijo predilecto
de Dios, cuando nos llega la contrariedad y a través de ella nos hace
participes de su misma vida, pasión, muerte y resurrección. Ahora podemos
comprender mejor la lección que nos dejaba ayer la lectura, en la que Jesús nos
afirmaba la necesidad de negarnos a
nosotros mismos, dejar a un lado el propio yo, y tomar la cruz, para poder seguir
a Jesús, que es finalmente el objetivo. Como dice San Ignacio: para que sirviéndole en la pena, le sirvamos
también en la gloria.
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